Típica historia "chico conoce chica" pero a mi estilo, o sea, "chico conoce extraterrestre" :)
Espero que os guste y os divirtáis.
La epidemia se extendió rápidamente. Aún así fue una fortuna que la nave alienígena se estrellara en un sitio como Australia, porque de esa forma se pudo aislar la amenaza.
La nave parecía una especie de carguero automático, que trasladaba una peligrosa carga proveniente de a saber qué remoto lugar en el universo. Pronto comenzó la hecatombe, las personas comenzaron a enfermar perdiendo sus recuerdos, su facultades mentales. Su personalidad. Coincidiendo con esos acontecimientos, se empezaron a ver enjambres de extraños seres alados, parecidos a enormes avispas, sobre los núcleos habitados. No tardó en descubrirse que ambas cosas tenían relación, y que eran parásitos, parásitos mentales que atacaban a los humanos precisamente porque sus mentes eran las más "sabrosas" para ellos, al ser más complejas. No tardaron en comenzar a crecer en número y a convertirse en una plaga, dejando ciudades enteras de poblaciones humanas de zombies. Sydney fue la primera en caer, a la que le siguieran luego núcleos más pequeños.
La ONU estableció la cuarentena en todo el continente, cortando todo tipo de comunicaciones marítimas y confiando en que los parásitos se extinguieran por sí mismos, aniquilando con ello millones de seres humanos a su paso.Pero algunos científicos no se dieron por vencidos y, en una arriesgada expedición, consiguieron llegar a la nave accidentada y recuperar parte de su información y sus mercancías. Descubrieron que la misma nave llevaba la solución: unos simbiontes que se alimentaban de los campos eléctricos y mentales humanos, y que, a cambio, creaban en torno suyo (y en torno al humano) un escudo protector, una especie de campo energético muy complejo, que los parásitos no eran capaces de atravesar.
El proceso de parasitismo de los atacantes alienígenas era simple: los mindras (que así se les denominaba a la especie parásita) sobrevolaba a la víctima, y se establecía un enlace mental con ella, "capturándola" en una especie de hipnosis que la sumía en un estado comatoso. A continuación interfería las ondas mentales y los procesos cerebrales, "carbonizando" literalmente las redes neuronales. Una vez hecho eso, el proceso era irreversible, la víctima se quedaba totalmente ido, fuera de sí. Sin saber dónde estaba, qué hacía ni a dónde iba, muriendo la mayoría de las veces por inanición. Se creaba un vínculo que mantenía a esa persona unida al parásito, y poco a poco iba perdiendo conciencia de sí. Los mindras, mientras tanto, podían seguir alimentándose constantemente, durante días o semanas, hasta que el sujeto moría.
Los mindras podían alimentarse de esta manera en oleadas constantes, durante horas o días, para luego permanecer en latencia semanas o meses. De esta forma, podían permanecer sin "comer" largas temporadas.
Su proceso reproductivo era mediante huevos, los cuales eclosionaban a los cuatro meses y medio y nada más nacer ya empezaban a alimentarse de víctimas con mentes más simples, pequeños roedores, animales salvajes... Incluso peces. En su fase adulta necesitaban mentes más complejas. Mentes humanas.
Sus huevos podían sobrevivir en casi cualquier ambiente durante años, sólo necesitaban una cosa para eclosionar: calor.
Los simbiontes eran muy diferentes. Eran algo más pequeños que los humanos, ágiles y delgados, y su cuerpo tenía un aspecto lustroso como el plástico, con reflejos metalizados y líneas que cruzaban su piel denominadas surcos, en bajo relieve. Su rostro era afilado y sus ojos complejos, grandes y de forma almendrada. A diferencia de los midras no podían volar, pero sí podían realizar grandes saltos acrobático.
Se alimentaban de los restos y basuras del áura mental humana, con la que establecían una especie de simbiosis, de manera que el humano ganaba en estabilidad mental y en claridad, mientras que el simbionte creaba con él un halo protector, que lo mantenía indemne a los mindras, pero también a técnicas mentales más sutiles como manipulaciones, lavados de cerebro y drogas psicotrópicas.
Cada simbionte solo se unía mentalmente a un humano en particular, antes de hacerlo "mapeaba" el rango eléctrico y sólo si era compatible podía unirse a él. Por eso eran necesarios muchos simbiontes si se los quería utilizar como arma frente a los parásitos mindras.
El problema era que un simbiote establecía tal nexo con un humano, que prácticamente no había cabida para parejas humanas, para alguna relación que no fuera con el mismo simbionte.
Algunos soldados accedieron a establecer ese vínculo con un simbionte pero, si el género humano quería enfrentarse con posibilidades de éxito a los mindras, y recuperar el continente australiano para que dejara de ser una amenaza, se necesitaban muchos más. Fue entonces cuando las autoridades militares que llevaban a cabo este intento (que no eran todos los países, solo algunos europeos encabezados por un equipo científico alemán) demandaron voluntarios. Y envié mi solicitud.
Contacto
El profesor Reichner, de la Universidad de Hamburgo, era el máximo responsable de la operación, denominada "australiansave". La sección española se denominaba Benavente, y a ella me dirigieron nada más aterrizar en suelo alemán, a donde nos llevaron en un autobús. Aunque el tiempo apremiaba, nos dieron una semana de formación, en donde nos insistieron con estar precavidos ante la amenaza con la que nos íbamos a encontrar. Nos enseñaron a potabilizar el agua, mecánica y electricidad básica, etc., todo ello en un agotador curso intensivo de casi trece horas de duración diaria. El motivo es que en Australia íbamos, al menos en un primer momento, a tener que depender de nosotros mismos. También nos dieron un dispositivo portátil, una especie de mini-tablet de carga solar, un reloj entre varios modelos de indudable resistencia (yo elegí un Casio DW-290), un equipo vía satélite, linterna con pilas recargables, y una cámara de fotos con baterías a pilas también recargables, además de un cargador solar. E incluso nos dieron a elegir nuestras armas. La mayoría de aspirantes se inclinaron por ostentosas armas de asalto automáticas, yo escogí una Bodyguard 380 de Smith and Wesson, era más que suficiente para defenderme de los mindras, fácil de transportar, ligera y que cumplía perfectamente la función. No quería convertirme en guerrillero ni fingir que lo sería.
Nuestra tarea era sencilla: localizar supervivientes, protegerlos y llevarlos a sitios de recogida en helicópteros que los llevarían a navíos en alta mar, sanos y salvos. Nuestra labor era, por tanto y principalmente, humanitaria, porque una guerra sin cuartel con armas frente a los mindras ya se había intentado y lo único que se pudo conseguir era darles más comida, regimientos enteros de soldados convertidos en zombies con el consiguiente peso al sistema sanitario del país del que proviniesen. Frente a los ágiles mindras voladores poco se podía hacer, y el apoyo de simbiontes se mostró muy poco eficiente cuando se atacaba en grupo, porque los simbiontes no eran soldados.
Nosotros teníamos que rescatar el mayor número de personas, además de enviar información y datos a los científicos, para darles tiempo a éstos a encontrar una alternativa a la solución que los Estados Unidos no dejaban de insistir y de ejercer presión para tratar de aplicar: la bomba atómica. O mejor dicho, bombas atómicas. Bombas con eficiencia incierta y que sumirían a Australia en un oscuro y apocalíptico invierno nuclear durante siglos. Y lo peor es que tampoco se tenían muchos datos sobre si los mindras podrían llegar a sobrevivir a ese infierno, y convertirse en una amenaza global ante la que el mundo no estaba preparado para enfrentarse.
Tras el último día de estudio intensivo, dedicado en esta ocasión a técnicas médicas, de rescate y socorrismo, nos dividieron en grupos y nos llevaron en trenes hasta los Urales, en Rusia. Allí, en una antigua base militar de submarismos, se encontraba el mayor centro de estudio y desarrollo biológico de los simbiontes alienígenas. Esperamos en una sala contigua para acceder al mismo uno por uno. Había que entrar de esa forma, porque si lo hacíamos todos juntos, los simbiontes allí latentes no podrían mapear correctamente nuestro cerebro, por la interferencia e ingerencia de tantas mentes de forma repentina, por lo que podrían crearse vínculos débiles o erróneos.
Cuando llegó mi turno, una doctora rusa que hablaba con notorio acento el español, me guió hacia el interior de una pequeña sala. Me ordenó ponerme unos cubrezapatos para no hacer ruido, y luego, por una puerta corredera, llegamos a otra salita pequeña. Allí me dio algunas instrucciones, aunque yo ya las sabía del periodo de instrucción:
- Yo le esperaré a la entrada de la sala. Pasee entre las cápsulas procurando no pensar en nada, no preste su atención a nada, intente mantenerse lo más relajado posible.
-De acuerdo. -Dije.
Ella abrió una puerta metálica, y me dejó entrar primero. Luego accedió ella misma y se quedó de pie, inmóvil, tras una especie de mostrador de metal y en cuya parte superior estaban unos grandes paneles acristalados. Sus paredes estaban recubiertas de un material blando, esponjoso y grisáceo, cuyo cometido era absorber el mayor número posible de ondas cerebrales. Me indicó con su mano que avanzase mientras ella se quedaba observándome tras el cristal. Di varios pasos al frente y me quedé boquiabierto. Asombrado. Cientos de cilindros transparentes a los que ellos denominaban cápsulas estaban por todas partes, hasta donde alcanzaba la vista. En el interior de cada uno había flotando un simbionte, hembras y machos, unidos a la matriz de cuidados por un entramado de cables y mantenidos en estado latente por el fluido amniótico en el que habían sido gestados.
Caminé durante más de quince minutos, adentrándome más y más en aquel inmenso criadero simbiótico, sin notar nada reseñable. De cuando en cuando algún movimiento reflejo de algún simbionte dentro de su cápsula, que parecía más una respuesta adquirida a mi campo cerebral que a un intento de nexo. Abrí los brazos en señal de abatimiento, y la doctora rusa salió de su recinto acristalado, diciéndome en cuanto se hubo acercado a mí:
- Puede que su enlace mental adecuado no haya nacido todavía. Vámonos.
Le rogué un último intento, pero se negó:
- Si hubiera algún simbionte compatible ya le habrían detectado.
Creí que iba a hacerme regresar con mis compañeros, pero para mi sorpresa, me llevó a otra sala aledaña similar. Yo estaba sorprendidísimo al comprobar la cantidad de simbiontes que habían creado los científicos rusos. Luego me llevó a una tercera, y a una cuarta. Ningún resultado en las tres primeras. Pero en la cuarta ya estaba a punto de regresar, cuando escuché un golpe sobre un cristal. Me giré alarmado a la derecha y la vi. Era una simbionte de piel blanca, lustrosa como la nieve, y de surcos y cabello largo negrísimo. Me fui hacia ella y ella, nadando entre el líquido en suspensión, abrió sus ojos complejos, brillantes, negros... Hipnóticos. Me acerqué al cristal de su cilindro justo cuando la doctora rusa corría hacia mí. Me tiraba del brazo:
- ¡Vamos! ¡Quiere establecer vuestro vínculo! ¡No puedes establecer el nexo ahora!
Le solté el brazo:
- ¡Sí puedo!
- ¡Primero vamos a sacarla de ahí!
Miré a la simbionte, sin despegarme de su cristal:
- ¡Toda mi vida estuve esperando algo así!
Unas burbujas de aire se elevaron dentro del líquido en el cilindro, la doctora dio un paso atrás, y en ese instante tuve la sensación de que aquella simbionte era la persona que estaba esperando durante toda mi vida, y de la que ya no me quería separar nunca más. Me miró a los ojos, sus manos tocaron las mías tras el cristal, y noté la más tranquilizadora sensación de calma y paz que nunca antes había sentido. Deseé no separarme de ella jamás.
© Bianamaran
No me gustan demasiado las historias de zombies, y al principio me lo recordaba. La idea es buena, pero el desarrollo lo he encontrado regular. Le falta algo de fuerza para prepararte para ese final, que es como suelen ser los tuyos, imprevisible.
ResponderEliminarLa atmósfera muy buena, con toda esa "buena" tecnología, cargas solares, y buenos relojes.
En fin, que echaba de menos estos relatos!
Gracias Guti.
ResponderEliminarNo, no es de zombis, a mí tampoco me van las historias de zombies, aunque puede parecerlo en un principios como bien dices.
El final no lo ves bien porque no existe, es sólo una idea rápida que se me ocurrió que no se si desarrollaré, pero que decidí poner de todas formas. Esto sería como los dos primeros capítulos, por eso te da la sensación de estar inconclusa. La escribí dándole forma al argumento en un par de horas, y aproveché para ponerla por si a alguien le apetece pasar un ratito leyendo algo de ciencia-ficción.
Tengo algunas más así, que empiezo y luego lo pospongo y acabo por no terminarlas nunca, igual pongo alguna otra.
Muy buen relato Bianamaran , me ha encantado la elección del Casio DW-290, un excelente reloj, si señor, lo malo es que con tanta avispa tengo una sensación de picor en el cuerpo después de la lectura que espero que se me vaya marchando a lo largo del día.
ResponderEliminarFelicidades, nada que objetar....:)