El mayor de todos los errores es creer que ésta vida es la vida.
La mayor de todas las desdichas es obrar en conformidad a ese error.
Tal es la fascinación que sobre esto tiene el mundo actual, que jamás ningún grito de alarma habrá sido menos escuchado.
Si te preguntas por qué esta vida no es la vida, la vida verdadera, la vida propiamente dicha, la vida tal como la exigen la idea de Dios, que es quien la da, y la naturaleza del hombre, que la recibe. A mi vez yo te pregunto por qué razón el niño no es el hombre, y el arroyuelo no es el río, y el crepúsculo de la mañana no es la luz del medio día. Tu respuesta, será la mía. La vida de acá no es la vida, porque, o le falta, o no tiene sino muy imperfectamente, lo que constituye la vida. Me explicaré.
El ojo se ha hecho para ver, el oído para oír. Vive el ojo cuando ve, cuando ve bien, cuando ve lo que quiere ver, cuando lo ve tan bien como quiere, cuando lo ve sin cansancio. Vivo está el oído cuando oye, cuando oye bien, cuando oye lo que quiere oír, cuando lo oye tan perfectamente como desea, cuando lo oye sin fatiga. Lo propio debe decirse de los demás sentidos.
Cuando el ojo no ve sino imperfectamente y con pena, está enfermo; cuando cesa de ver, se ha perdido, está muerto. Cuando el oído no oye sino imperfectamente y con pena, está enfermo; cuando cesa de oír, se ha perdido, está muerto. Y lo mismo pasa con los otros sentidos.
Si el ojo ha sido hecho para ver, y el oído para oir, el espíritu ha sido hecho para conocer, el corazón para amar, el cuerpo para hacer. De aquí nacen la vida y el goce; vida y goce que no son nada, o casi nada, sin la duración, y ésta duración tiene que ser, además, tranquila. Pues bien, en la vida presente nada de esto tiene lugar, o no lo tiene sino de una manera muy incompleta.
La vida del espíritu consiste en conocer la verdad. ¿La conoce? Entre todas las verdades, las más ciertas y necesarias son seguramente las verdades religiosas. ¿Las conoce el espíritu del hombre? ¿Y hasta qué punto las conoce? Sin duda alguna tiene de ellas certidumbre; pero ¿las comprende? Escuchemos a San Pablo: "Acerca de las verdades divinas conocemos y hablamos como niños. No vemos las cosas más que en parte, en imagen y como en enigma". "La luz de la fe, añade San Pedro, es una lámpara que alumbra en lugar oscuro". En otros términos: para nosotros, pobres habitantes de la tierra, en el orden sobrenatural todo está lleno de misterios.
Se puede añadir que en el orden de la naturaleza pasa lo mismo. Todos los sabios convienen en ello. No conocernos el todo de nada, ni siquiera de una mosca. En comparación a lo que ignoramos, ¿qué es lo que sabemos? ¿Qué sabemos de la mar y de sus abismos? ¿Qué de la tierra y de sus entrañas? ¿Qué del firmamento y de las innumerables galaxias que lo embellecen? ¿Qué sabemos de lo pasado, lo presente y lo porvenir? Los hombres más laboriosos y de mayor talento, después de siglos de estudios, se ven precisados a decir: "Todo lo que sé es que no sé nada". Bossuet mismo dejó escrito: "No conozco nada más vil y despreciable entre los hombres que el presumir de sabio".
Y luego estas migajas de ciencia y tecnología que nos gloriamos de poseer en historia, filosofía, política, astronomía, química, geología, medicina, artes liberales y mecánicas, en agricultura, en todas las cosas, nunca son puras. Como el oro cuando sale de la tierra, siempre están cubiertas de una capa de ignorancia, y aún de errores, de que apenas llegamos jamás a desprender completamente nuestros pobres conocimientos.
Tan verdad es esto, que el mundo entero está entregado a las disputas de los sabios, de ahí tantas conferencias, de ahí tantos congresos, y todas esas disputas son eternas. Sobre unos mismos puntos se oye sucesivamente el sí y el no, sostenidos con igual seguridad. Tal sistema, tal descubrimiento, son aclamados hoy, que mañana serán abandonados y entregados al desprecio.
No es esto todo. Por imperfectas y débiles que sean estas partículas de verdad, ¡cuántas vigilias, fatigas y gastos se necesitan para adquirirlas! No hay edad, ni condición, ni hombre alguno exento de este penoso trabajo. Desde que comienza a disputar la razón, el hijo del rey, como el hijo del pobre, tiene que hacer violencia a sus juveniles instintos, y pasarse largas horas y sendos meses en aprender a leer y escribir.
Más adelante, cuando hayan salido de la niñez, ellos y ellas se verán arrancados de las dulzuras de la vida de familia y condenados a vivir como acuartelados, por espacio de siete u ocho años mortales, en los colegios, escuelas técnicas o talleres. ¿Para qué es esta dura condición? Para que aprendan un oficio o una carrera, es decir, para que adquieran cierta habilidad, cierta aptitud particular; en otros términos: porque conozcan las verdades necesarias para su existencia social y aún material.
So pena de no abrirse camino, o, como se suele decir, so pena de arrinconarse y vegetar, esa condición deberá durar por siempre. Trabajo para aprender, trabajo para aplicar lo que se ha aprendido, y trabajo para no olvidar lo aprendido. Incluso trabajo para volver a aprender lo que va surgiendo.
El hecho es, pues, incontestable: el espíritu del hombre no conoce la verdad, o no la conoce sino muy imperfectamente y a costa de los más penosos esfuerzos. Sin embargo, el espíritu se ha hecho para conocer la verdad, como el ojo para ver la luz, plenamente y sin fatigas. Luego no vive, o a lo menos no tiene sino muy incompleta vida. Luego para el espíritu esta vida no es la vida.
¿Hablaremos del corazón? Como el espíritu ha sido hecho para conocer la verdad, el corazón ha sido hecho para amar el bien. El bien del hombre es Dios y su ley; so pena de ser mártir de tormentos inenarrables, tal es el polo hacia el cual debe incesantemente gravitar, tal el fin que debe perseguir, tal el tesoro que debe poseer.
Pues bien, lo mismo que vosotros y lo mismo que yo, lo saben todos los hijos de Adán: menos penoso sería el trabajo del hombre que quisiera andar contra la corriente rápida de un gran río, o levantar con sus débiles manos un peso enorme, que el afán de un corazón que quiere constantemente amar lo que amar debe, y como lo debe amar.
Este pobre corazón, ¿por ventura, desde que tiene conciencia de sí mismo, no es teatro de luchas interiores, que no acabarán sino cuando cese de latir? Luchas crueles que le despedazan, le llenan de amargura, y muchas veces le cubren de vergüenza. ¿No es verdad que todos los siglos y todos los lugares le han oído y le oyen todavía lamentarse, suspirando: "¡Infeliz de mí; no sé lo que hago! El bien que amo no lo practico, y el mal que aborrezco lo cometo".
Mas quiero suponer que a fuerza de cuidado evitará todas las redes tendidas a sus pies, y que a fuerza de valor no se dejará lastimar ni degradar. Su vida en tal caso será una paz, mas no la paz, porque una multitud de inquietudes vendrán a turbarlas. ¿No son suyos los peligros de las personas que ama, suyas las heridas que ellos reciben, suyos los dolores que sufren? Ver con sus ojos como los seres más queridos sufren, mueren, se pierden, se corrompen y van por un camino que les lleva al abismo; ver diariamente ultrajar a sangre fría, blasfemar y aborrecer con odio infernal todo lo que se respeta y se adora; ¿es esto vivir?
Si sale de sí mismo, y quiere que descanse su ánimo en algunas afecciones legítimas, ¡cuántas decepciones no encuentra! ¡Cuántas espinas no vienen a añadirse a sus sufrimientos! Los malos comportamientos, las inconstancias, las ingratitudes, las diferencias de carácter, los celos, traiciones, calumnias, críticas injustas, separaciones, reveses de fortuna, la ruptura final de los lazos más queridos, parece que se dan cita para proporcionarle suplicios incesantemente renovados. Y no cuento el aburrimiento, el inexorable aburrimiento que nace de todo, hasta del placer.
Así, siempre en luchas, siempre con disgustos, siempre con tristeza: tal es esta vida para el pobre corazón humano, para este corazón formado para amar con amor noble, pleno y tranquilo. No vive, pues, o no vive sino vida muy incompleta.
Luego para el corazón esta vida no es la vida.
Pasemos a hablar del cuerpo. Para el cuerpo vivir es hacer. Hacer es moverse por sí mismo. Moverse es poner en ejercicio todos sus sentidos y órganos libremente y sin dolor; de otro modo, la vida no es nada, o es poca cosa. Pues bien, amigo mío, ¡cuántos obstáculos no se oponen a este movimiento normal de nuestro cuerpo!
Pasemos en silencio la debilidad natural de la infancia y de la vejez. En estos dos extremos de la existencia el movimiento, reducido al estado rudimentario, es casi nulo. Hablemos solamente de los obstáculos que durante el período medio de la vida encadenan el movimiento o lo hacen difícil y doloroso. Estos obstáculos son las enfermedades.
Decir que desde la cuna hasta el sepulcro, de pies a cabeza, el cuerpo del hombre es un teatro de dolores, no es decir demasiado. No sería mucho más difícil contarle los cabellos de la cabeza, que las enfermedades a que está sujeto. Cual turba de enemigos implacables, estas enfermedades le siguen por todas partes y le hostigan. Hay enfermedades de la infancia, enfermedades de la adolescencia, enfermedades de la juventud, enfermedades de la edad adulta, enfermedades de la vejez.
Las hay para cada órgano y para cada parte de cualquier órgano: enfermedades del cerebro, de los ojos, de los oídos, de los dientes, de la boca, del corazón, del pecho, del estómago, de los nervios, de los huesos, de las entrañas, de los pies, de las manos, y otras muchísimas cuyos solos nombres llenan volúmenes enteros.
No son menos varias en sus efectos que en su naturaleza. Las unas son tan fulminantes, que no dejan un momento entre la salud y la muerte. Las otras son agudas, y en pocos días convierten al cuerpo más vigoroso en sombra de lo que era o en un cadáver. Otras, más lentas, postran a sus víctimas durante meses y años en el lecho del dolor. Ni el obispo ni el rey, ni el rico ni el pobre, pueden sustraerse a sus ataques; de modo que el linaje humano es un gran leproso y el mundo un vasto hospital.
Sin embargo, amigos míos, no hemos apurado la nomenclatura de nuestras miserias corporales. A las enfermedades hay que agregar necesidades humillantes, innumerables, imperiosas, siempre antiguas y siempre nuevas. Diariamente necesidad de comer y de beber, de descansar y de dormir, de vestirse y desnudarse, de acostarse y de levantarse, de calentarse o de tomar el fresco, de buscar habitación y de defenderse. Querer enumerar todas las necesidades del cuerpo sería cosa de nunca acabar. De todo esto resulta que aún el hombre de mejor salud es un torreón cuarteado, que es preciso apuntalar por todos los lados para no verle pronto caer convertido en ruinas.
Para subvenir a sus necesidades es preciso que este pobre cuerpo, muchas veces enfermo, se entregue a rudos trabajos, arrastre la lluvia, el frío, el lodo, la nieve, la intemperie de las estaciones, sufra el calor y el frío, se condene a las ocupaciones más bajas en lugares malsanos o en la entrañas de la tierra, con peligro de su salud y aún de su vida. Y después de todo, feliz él si a costa de tantas fatigas puede prometerse tener siempre una cama en que acostarse, un trapo con que cubrirse, y por alimento un bocado de pan impregnado en el sudor de su frente, y muchas veces en las lágrimas de sus ojos.
Tal es para el cuerpo, y más penosa todavía, esta vida presente. No obstante, este cuerpo ha sido hecho para que tenga la plena posesión de sus órganos, los conserve y los ponga en juego fácilmente y sin dolor. Luego no vive, o a lo menos no vive sino vida muy incompleta. Luego para el cuerpo esta vida tampoco es la vida.
- Anteriores: Estar en el mundo para comer arroz.
1 Corintios 6:19
ResponderEliminar¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
El cuerpo es como una iglesia hecha carne, cuando oramos es como si lo hiciéramos dentro de una iglesia, por eso hay que cuidarlo, no marcarlo (las marcas son obra del diablo) como hacen muchos con los tatuajes, ni tampoco mancillarlo, sencillamente hay que cuidarlo para hacer cumplir la gloria del SEÑOR, no para los deleites carnales y pecaminosos de cada uno, lo primordial del cuerpo es que sirva de instrumento al SEÑOR, aunque este enfermo o se caiga en pedazos, sigue siendo un lugar de culto para conectarte con DIOS, no importa que nuestro cuerpo este medio derruido cual iglesia destruida por la mano del hombre.
Sí nacimos en el catastrófico planeta Tierra, es por la gracia del SEÑOR, él quiso darnos la oportunidad de compartir su Reino, es un regalo Divino, inmerecido ya que todos somos pecadores, los humanos que creen en CRISTO tienen la oportunidad de cubrir las vacantes dejadas por los ángeles caídos en el cielo, las moradas ya están preparadas para acoger a los que estén inscritos en el libro de la vida, pero para llegar a su Reino hay que pasar por fuerza por la Tierra, vivir esta dura vida, llevando cada uno su Cruz y por supuesto aceptar a Jesucristo como nuestro salvador, todo lo demás vendrá por añadidura….
PD: Muy buenos análisis Bianamaran, hay que leerlos con calma para que no resulten indigestos mentalmente.
Gracis Apolino, por eso lo doy a trozos, para no atragantar a nadie. Al final habrá una enorme explosión de luz, está a punto de terminar, ya queda poco.
ResponderEliminarPor mí parte cuanto más dure mejor, esperaré encantado cada entrega hasta el fogonazo final...:)
ResponderEliminar