La soberbia de la vida es la tercera concupiscencia. Todos los días puedes verla con tus ojos y oírla con tus oídos. El mendigo hambriento no pide con tanto anhelo el pan que necesita para vivir, como los esclavos de las dos primeras concupiscencias van buscando, unos los placeres sensuales, otros las riquezas. Tienen hambre y sed de esto; hambre insaciable y sed inextinguible; hidrópicos que cuanto más beben más sed tienen. Pues éstos encuentran en la soberbia de la vida el mejor medio de tener en abundancia placeres y riquezas.
Adorarse a sí mismo en sus ideas, en su talento, en sus cualidades físicas o morales, en su excelencia, en su verdadera o pretendida superioridad: esto es la soberbia de la vida. Autoridad, honores, consideraciones y alabanzas: eso es lo que quiere. Alzarse a los más altos grados de la escala social, tener en sus manos la posición presente y futura de una turba de subordinados, manejar arbitrariamente los negocios públicos o privados, a veces poseer o compartir el poder soberano; ciego es quien no vea en esto el medio más poderoso de satisfacer ampliamente la doble concupiscencia de la carne y de los ojos.
Por esto, entre las tres grandes pasiones que asolan el mundo, la más furiosa es la ambición del poder. Si se quiere ver lo que da de sí semejante levadura fermentando en el corazón del hombre, no hay más que abrir los ojos y mirar a tu alrededor.
¿De dónde proviene el espíritu de insubordinación de que tan violentamente trabajadas se ven hoy todas las clases de la sociedad? De la soberbia de la vida. Nadie quiere ya obedecer; el operario quiere ser más que el que le paga; el criado quiere ser más que el amo; el estudiante quiere ser más que el profesor; los hijos quieren ser más que el padre y que la madre. ¿Qué es esto? La soberbia de la vida.
¿Cuál es la causa que en tan gran número de individuos, así hombres como mujeres, produce esa fiebre de desorden? La soberbia de la vida. ¿Quién deja desiertos los campos y acumula en las grandes ciudades, en espera de todos los empleos, esos enjambres de famélicos pretendientes? La soberbia de la vida.
¿No es también esa misma concupiscencia la que puebla las naciones modernas de descontentos, de ambiciosos al por mayor y al por menor, que creyéndose aptos para todo, holgazanean rondando todas las posiciones, tienen envidia a los que las ocupan, y con el corazón o con la boca repiten este solo refrán: "quítate tú para ponerme yo"?
Si los que tienen el poder, las dignidades o la fortuna no se mueren bastante pronto, o no satisfacen pretensiones imposibles, la soberbia de la vida se da a buscar los medios de reemplazarles. Cual inmensa red, las sociedades y los partidos políticos enlazan hoy ambos mundos. ¿Qué se propone este gran ejército de demoledores? Apoderarse del poder, y repartirse como una presa las dignidades y las fortunas. Si examinas el principio que ha formado esas sociedades, y el móvil que las hace funcionar, encontrarás que es la soberbia de la vida.
Con igual evidencia se muestra en las intrigas y bajezas de la ambición, en las conspiraciones y el homicidio, en los motines y revoluciones, en el despotismo de uno solo y en la tiranía de las muchedumbres, azotes que se han hecho endémicos en Europa, extremos funestos entre los cuales oscilan perpetuamente las naciones modernas.
Como el árbol sale de la raíz, de la soberbia de la vida brotan, no sólo el odio al gobierno, sino también la negación del derecho; la negación de los derechos de Dios, de la Iglesia y de sus ministros; la negación de los dogmas, de las obligaciones y de cuanto se impone a la razón o a la voluntad; el odio y la negación de todo lo que en cualquier grado representa el principio jerárquico de la autoridad religiosa y social.
Si, pues, consideramos esta tercera concupiscencia en acción, reconoceremos bien pronto que es bajo todo aspecto soberanamente desastrosa. Madre de la ambición, ella es la que alimentando los planes de su hija y acariciando sus sueños, arruina las costumbres sociales, rebaja el carácter de las naciones, y las puebla de autómatas con el nombre de funcionarios.
Ella es la que transforma a los depositarios del poder en chalanes de empleos, y sus antesalas en otros tantos bazares, en que todo se vende, porque se compra todo: la dignidad, el honor, la conciencia. Ella es, en fin, la que, haciendo a los pueblos ingobernables, acaba, como lo vemos en nuestros días, por convertir la sociedad en un campo de batalla, donde las pasiones desencadenadas se disputan con encarnizamiento los sucios y a veces ensangrentados girones del poder.
No es esto todo: el gran error que es padre de la tercera concupiscencia, llama a todos los azotes. Como el imán atrae al hierro, el crimen atrae al castigo. Dios no ha abdicado. Sin duda es paciente; mas no puede ser indefinidamente espectador impasible de la violación de sus leyes. Pues bien, lo acabamos de ver; la soberbia de la vida es la revolución permanente, el principio violador de todas las leyes divinas y humanas, religiosas y sociales.
Por otra parte, Dios quiere demasiado al hombre para que le deje vivir pacíficamente en el mal. Como el padre quita de las manos de su hijo y rompe los juguetes que le entretienen con perjuicio de sus obligaciones, así, para romper el encanto fascinador que arrastra a los hombres al abismo, Dios envía los azotes de su misericordiosa justicia.
Por eso se le ve echar sucesivamente sobre el mundo culpable las pestes, hambres, guerras, inundaciones, tormentas, terremotos, invasiones de bárbaros civilizados o no civilizados, las dislocaciones sociales; avisos terribles que dicen al hombre: "Has errado el camino: esta vida no es la vida; busca en otra parte esa dicha de que sientes necesidad invencible".
Tal es ordinariamente la conducta de la Providencia. Si la fascinación de las bagatelas se generaliza y completa, son también los avisos más generales y más temibles. Déjase oír un ruido sordo, precursor de la tempestad; el edificio social se cuartea y vacila, los tronos se desploman, los reinos y los pueblos se inclinan hacia su ruina.
La inquietud reina por todas partes. Como el fuego subterráneo de antiguo comprimido, las concupiscencias irritadas por largo tiempo hacen su explosión y transforman el orden social, entretanto que todos los azotes del cielo, a manera de avalancha, se precipitan juntos sobre la tierra.
El error que consiste en creer que esta vida es la única vida, está, por desgracia, muy extendido en nuestros días. No se puede negar: es grande, grandísimo el número de las víctimas; hormiguean en las ciudades y en los campos. En todas las naciones del antiguo y nuevo mundo, las categorías más elevadas, acaso más aún que las clases inferiores, le pagan largo tributo, y todo eso que se llama progreso tiende a aumentarlo.
¿Cómo representar esta culpable degradación de la humanidad? Se parece a aquéllos traperos nocturnos: con su canasto a la espalda, recorriendo las calles, llevando en una mano el farol, baja hasta el suelo, y el gancho en la otra, parándose en todos los montones de basura para buscar algunos pedazos sucios de tela o de papel, que echa en el canasto.
He ahí este siglo. He ahí este gran trapero que, a la luz vacilante de su débil razón, busca la vida en la muerte buscándola en la carne. A cada cosa que descubre en el orden material se para y se crea una nueva necesidad ficticia, excita una nueva concupiscencia, y se hace esclavo de un nuevo señor.
La historia de lo pasado es la predicción de lo futuro. Al ver a los hombres antediluvianos casi universalmente entregados a la triple concupiscencia. cuyo cuadro hemos bosquejado, el Creador tuvo tan profundo dolor, que se arrepintió de haber hecho al hombre. Y añadió: "Puesto que no solamente toda la carne ha corrompido sus caminos, sino que el hombre se ha hecho carne, mi Espíritu no permanecerá en él; perecerá, y con él las criaturas que ha hecho instrumentos de iniquidad".
¿Por qué los hombres antediluvianos se habían hecho carne? Porque habían tomado esta vida por la vida verdadera. La vida de arriba la habían olvidado. Para ellos el mundo sobrenatural no era nada: el mundo material lo era todo. Fascinados por este error desastroso, ¿qué hacían? Oigamos la respuesta: no pensaban sino en las necesidades y placeres del cuerpo, en comer y beber, en casar y casarse, en comprar y vender, en plantar y edificar. Añadamos un último rasgo, que no es el menos característico: hacían burla de Noé, quien fabricando su arca les anunciaba que aquello iba a concluir mal.
Ahora, preguntémosles: Los hombres y los pueblos de hoy día, en general, ¿hacen otra cosa? ¿Piensan en otra cosa? Desean otra cosa? El mundo sobrenatural ¿pesa en la conducta del mayor número más que una barba de pluma en el platillo de una balanza? Bien lo podemos poner en duda. El comercio y la industria, la industria y el comercio, ¿no son su eterno refrán, el centro de su acción y su atracción?
El comercio y la industria. O como ellos dicen, las especulaciones y los negocios, ¿para qué? Para tener oro. Y el oro, ¿para qué? Para procurarse goces: goces para la vista, para el oído, para la boca, para todos los sentidos y para todas las concupiscencias. ¿No es la última palabra de las muchedumbres, ricas y pobres, como lo fue de las muchedumbres anteriores al diluvio la víspera del cataclismo, y de las muchedumbres greco-romanas cuando la invasión de los bárbaros -aquéllos mismos que gritaban pidiendo "pan y circo"-? ¿Y por qué esto? Porque el hombre moderno, como el antiguo, se ha hecho carne. Porque se ha dejado fascinar por el gran error, que consiste en creer que la vida de acá es la vida.
Para que el paralelismo sea completo, este siglo no sufre que se le hable, ni de lo sobrenatural, para lo cual ha sido formado, ni de los peligros que le amenazan. Los que tienen el valor de hablarle de eso, sacerdotes, obispos, religiosos en general, son unos alarmistas, a quien vuelven la espalda; Noés de quien se ríen, inteligencias atrasadas, espíritus sombríos, seres odiosos, cuya sola vista molesta.
Y sin embargo, ¿cuál puede ser el porvenir reservado a un siglo que se ha hecho carne; "que se ha cosido a su arado; que pone su gloria en sus máquinas y en la garrocha con que arrea a sus bueyes; que no habla más que de competitividad, agricultura y trabajos materiales; cuyas conversaciones son siempre de becerros; cuyo corazón está engolfado en los surcos, deslumbrado por los avances y la tecnología, y su pensamiento en la grasa de las vacas?
Vergonzosa y deplorable fascinación, signo demasiado cierto de próximas catástrofes, error inmenso, que se extiende y esparce de día en día.
La Soberbia, el peor de los pecados capitales junto a la blasfemia hacia el Espíritu Santo, el pecado por el que fue arrojado a la Tierra Lucifer junto a sus ángeles caídos al provocar una rebelión en el cielo por arrogantes y blasfemos, el querer destronar y ser más que DIOS, creer ser un ser independiente del SEÑOR, justo lo que se está fomentando en la sociedad actual, la soberbia, el querer ser a los ojos de los demás un hombre de éxito, un ser independiente y que esta fuera de la omnipotencia del SEÑOR, hacer creer que la ciencia lo puede todo y que no hace falta a DIOS para nada.
ResponderEliminarHace falta ser ciego para pensar así, si el SEÑOR quisiera destruiría de la faz del Universo a todos los impíos de corazón en un abrir y cerrar de ojos, pero DIOS es amor y eso no lo puede hacer ya que contradice sus leyes, de lo que los soberbios no se dan cuenta es que existen por la voluntad de DIOS y que estos mismos soberbios de corazón son libres de escoger el camino del bien o del mal, en el día del juicio final los soberbios de corazón serán arrojados al lago de fuego.