5.4.17

Estar en el mundo para comer arroz (VI): un reloj que no tiene relojero


Si, pues, uno se pone a recorrer todas las comarcas del mundo, y dirigiéndose a cada uno de los millones de individuos de todo rango, de toda edad, raza y color que se mueven sobre la superficie de la tierra, les pregunta: "¿Qué eres?", no hay nadie que no te deba responder: "Soy un sentenciado a muerte". Sí, sentenciado a ser despojado de todo, separado de todo, olvidado de todos, devorado por los gusanos y reducido a polvo. ¡Oh miseria del hombre! ¿Para qué juicios, para qué sentencias justas e injustas de jueces, para qué cárceles? ¡Todos estamos sentenciados a muerte, quiera la justicia humana o no!

Por consiguiente, considerada en sí misma esta vida, no es la vida. No es la vida, puesto que no tiene nada de lo que la constituye, ni en cuanto al espíritu, ni en cuanto al cuerpo, ni en cuanto al goce, ni en cuanto a la duración.




Esta vida es más bien una muerte viviente, supuesto que se devora a sí misma en cada minuto y no tiene nada que sea definitivo. Al contrario, todo se encuentra siempre en estado de formación o de decadencia; lo mismo dentro que fuera de nosotros, todo cambia incesantemente, todo se altera, todo se descompone, todo se precipita, y las pompas de este mundo acaban todas en pompas fúnebres.

La vida presente no corresponde de modo alguno a la naturaleza del hombre que la recibe. Luego bajo este primer aspecto no es la vida. Resta ver si cuadra mejor a la idea de Dios, que la da.


Dios es el ser por esencia. Siendo el ser, posee todo lo que constituye el ser, y lo posee con infinita perfección: si no, dejaría de poderse llamar el ser propiamente dicho. Dios es, pues, la bondad infinita, la sabiduría infinita, el poder infinito. Bondad infinita, que no puede querer ni hacer más que el bien; nunca el mal, ni moral ni físico, ni temporal ni eterno. Sabiduría infinita, que ni puede engañarse ni engañarnos. Poder infinito, que nada le puede estorbar ni limitar.

Dios, creador y padre, ha puesto en el fondo del corazón humano tan invencible necesidad de la vida, que nada puede ni dominarla ni debilitarla. Mas hemos visto, y lo hemos visto bien, que la vida presente está muy lejos de satisfacer esta imperiosa e imperecedera necesidad. Luego hay para el hombre otra vida que ésta. La consecuencia es rigorosa, como las deducciones lógicas de un axioma geométrico. Vamos a sacar otra prueba del examen de la suposición contraria.


Dios, al crear al hombre, le ha dado un deseo invencible de la vida. Este deseo es una necesidad inseparable de su naturaleza. Nada hay que pueda impedir a Dios que dé al hombre todos los medios de satisfacer esa necesidad. ¿Y se los rehusaría despiadadamente? ¿Será posible que nos mande llamarle cada día Padre nuestro, y este Padre, infinitamente feliz en el cielo, se guardará su felicidad para sí solo, y dándose el absurdo gusto de verse desventurado en la obra de sus manos, siendo sus criaturas y sus hijos, nos dejará consumir de todo género de males para luego precipitarnos en la nada?

Si así fuera, ¿Dios sería bueno, no diré con bondad infinita, sino ni aún con limitada? En semejante hipótesis, este Dios, a quien todas las lenguas llaman óptimo y máximo, ¿se complacería en entregar al hombre, su imagen viva, a incesantes e inevitables torturas? Respecto de este ser, el más noble, y, por tanto, el más favorecido de la creación. ¡Dios habría realizado la fábula de Tántalo! ¡Habría acercado a sus labios la copa de la vida, y no obstante la sed ardorosa de su víctima, rehusaría eternamente dejarle beber!


¿Qué digo? La vida sería el infierno. Por toda recompensa de cincuenta o sesenta años de fieles servicios, el más santo de los hombres sería como aquel condenado del Evangelio, que de en medio de las llamas pide una gota de agua para humedecer su lengua, y no la obtiene. ¿Conoces tú nada tan cruel en la historia de los suplicios inventados por los tiranos, civilizados o bárbaros?

¿Y se quiere que nuestro Dios, verdaderamente óptimo y máximo, trate de esta suerte, y se quede satisfecho de tratar así a su pobre criaturita? Ante tal hipótesis, la razón, atacada en su misma esencia , estalla de cólera, y el humano linaje entero se levanta para lanzar el anatema contra semejante doctrina.


No es esto todo. Si la presente vida fuera la vida, toda la vida, la sabiduría de Dios quedaría en mal lugar, no menos que su bondad. Cada día, desde hace miles de años, llegan al mundo millares de seres humanos. Apenas han pasado aquí algunos años envueltos en tinieblas, mártires de mil errores, abrumados de trabajos, devorados de enfermedades, ¡se pretende que desaparezcan para no volver más, sumergiéndose en la nada, de donde habían salido!

¿Dónde estaría la razón de ser de su creación? ¿Cuál sería el fin de su existencia? Vernos nacer, padecer y morir, únicamente por vernos nacer, padecer y morir, ¿cómo había de ser digno de una sabiduría infinita? Si así fuera, la vida sería una ironía cruel, y el hombre el juguete de una potencia malévola.


Entonces se justificarían los amargos lamentos que el exceso del dolor arrancaba al príncipe del Oriente, caído en el colmo de la desdicha: "Perezca el día en que yo nací, y no vea la luz; borrado sea el número de los días. ¿Para qué he venido al mundo? ¿Por qué no fallecí al salir del seno de mi madre? ¿Para qué dar la vida al desventurado, que llama en vano a la muerte, y la desea como los que buscan un tesoro? Nacido ayer, y condenado a morir mañana, no soy más que un conjunto de miserias. Mi carne es un saco de podredumbre. La podre es mi madre y mi padre, los gusanos mis hermanos. Rodeado estoy de un círculo de lanzas; taladrados tengo de ellas los riñones; en todo mi ser no tengo parte sana".

"Dios ha caído sobre mí como un gigante. ¿Acaso mi fortaleza es un peñón de granito? ¿O es mi carne de bronce? Yo no soy más que una hoja que se lleva el viento; sobre tal cosa descarga el rigor de su poder. Acabe lo que ha comenzado, aplásteme, y que no se hable más de mí".


Éstos serían los himnos de alabanzas que se alzarían incesantemente de todos los pechos hasta el autor de la vida para darle gracias por ella, y no salmos, y no cantos de gracias; y con chocante contradicción, esas quejas en ninguna parte serían más legítimas que en boca de los verdaderos cristianos.

Por sus luces y sus virtudes, los verdaderos cristianos son la flor de la humanidad. Como al sol se debe el calor, así el mapamundi atestigua que a ellos se debe la civilización. Pues bien: mientras los despreciadores de Dios y de sus leyes habrían podido entregarse a todos los placeres, los verdaderos cristianos, por obedecer a Dios, se habrían condenado a todo género de privaciones, ¡y no tendrían por recompensa más que la nada!


Los insensatos serían en tal caso los cuerdos, y los prudentes habrían de llamarse necios. Conocido nos es el dicho de San Pablo: "Si nuestras esperanzas en Jesucristo se limitan a la presente vida, somos los más desventurados de todos los hombres". Mas, ¿qué estoy diciendo? No habría ni cristianos, ni Cristianismo, ni sociedad. La razón es muy sencilla: si esta vida es toda la vida, ya no hay ni estímulos para la virtud, ni barreras para el crimen, ni sanción seria para las leyes humanas ni divinas.

Si hago lo que han dado en llamar el mal, ¿qué me podrá pasar? A lo sumo, perder algunos días de una vida pesada y sin ulteriores destinos, con lo cual hacer el mal es casi como un beneficio, se torna en toda una ventaja. De hecho, muchos libros y películas nos lo exponen así. Si hago lo que han dado en llamar el bien, ¿qué podré esperar? Nada, nada y nada. La virtud no es más que una palabra y el patrimonio de los bobos en provecho de los bribones, y el género humano una manada de lobos, que se comen los unos a los otros sin escrúpulos ni remordimientos.

¿Y se podrá decir que el Ser infinitamente sabio ha establecido semejante estado de cosas? Luego evidentemente, más evidentemente que nunca, la vida de este mundo no es la vida, toda la vida.


Como último rasgo de oposición a la idea de Dios debe añadirse que esta desastrosa condición del hombre habría sido positivamente querida por el Ser infinitamente bueno. En efecto, a la sabiduría y la bondad se añade en Dios la omnipotencia. Nada ha podido imponerle este horroroso desorden; nada puede forzarle a mantenerlo. Por consiguiente, no sino libremente, voluntariamente y directamente habría condenado la humanidad al tormento, sin motivo y sin compensación. La suposición de que esta vida es la vida es, pues, la negación de tres grandes atributos del Ser por excelencia: la bondad, la sabiduría y la omnipotencia.

Mas si se le quitan a Dios atributos inseparables de su naturaleza, ¿qué queda? Un Dios mutilado, un Dios desvalido. ¿Es posible probar más claramente que semejante suposición es el colmo de la impiedad y la demencia?


Por eso jamás se ha formulado sin excitar el horror y provocar las protestas del linaje humano, el cual, cismático, hereje, pagano, salvaje, antropófago, ha podido caer en abismos de errores y vicios; pero, como lo sabemos todos los cristianos mejor que nadie, siempre ha proclamado la inmortalidad del alma, la existencia de penas y premios en la otra vida.

¿Qué significa esto sino que ha reconocido siempre, y continúa reconociendo, que la vida presente no es toda la vida? Acusarle de error en este punto fundamental sería declarar que desde hace miles de años el género humano está atacado de enajenación mental, y que el mundo no es más que una gran jaula de locos. Pero si todos los hombres han estado siempre locos, el que les expida esa certificación tiene que probar que él está en su juicio; mientras lo prueba o no, yo añado que al testimonio de todas las generaciones humanas se agregan los oráculos divinos. Escucha al que conoce lo presente y lo porvenir. Ese lenguaje de verdad siempre antigua y siempre nueva, nos pinta la demencia de los hombres que miran como única la vida de acá, y los crueles desengaños que tendrán al otro lado de la tumba.


"Ellos han dicho: 'Salidos de la nada, volveremos a la nada; la vida es una comedia, no tiene otro fin que el de que adquiramos riquezas, aunque sea por malos medios. Siendo ricos, entreguémonos a los placeres, riámonos de los que no quieren imitarnos'. Les ha cegado la malicia. han desconocido la dignidad del alma, han mirado como ensueños las recompensas prometidas a los justos, y olvidado que el hombre es inmortal. Pero llegará un día en que sus iniquidades se levantarán a acusarlos en el tribunal de Dios. Entonces los justos estarán con grande constancia contra aquéllos que les angustiaron y les quitaron el fruto de sus trabajos. Los malos, al verles, serán turbados con temor horrendo, y se maravillarán de verlos de repente salvos contra lo que esperaban. Diciendo dentro de sí pesarosos y gimiendo con angustia de espíritu: 'Éstos son los de quien en otro tiempo nos burlábamos y la tomábamos con ellos para ultrajarlos. ¡Insensatos de nosotros! Teníamos su vida por locura y su fin por una deshonra. Ved como han sido contados entre los hijos de Dios, y su suerte está entre los Santos. Luego hemos errado el camino de la verdad, y la luz de la justicia no nos ha alumbrado. Nos hemos cansado en el camino de la iniquidad y de la perdición, hemos andado por caminos ásperos, y hemos ignorado el camino del Señor. ¿De qué nos aprovechó nuestra soberbia? ¿Qué hemos sacado de la vana ostentación de nuestras riquezas? Todas estas cosas pasaron como sombra'. Tales cosas dijeron en el infierno estos que pecaron. Mas los justos para siempre vivirán: el Señor mismo será su recompensa; de su mano recibirán reino de honra y corona de hermosura".

Queda, pues, bien probado que esta vida no corresponde a la idea de Dios y a la fe del género humano mejor que a la naturaleza del hombre.


El mundo actual está de tal manera fascinado por las bagatelas, que para revolcarse a sus anchas en el fango del materialismo, ha llegado a profesar públicamente tres negaciones: niega a Dios, al alma y lo sobrenatural. Esto es lo que todos oímos, por poco que se atienda al ruido que hacen ciertas escuelas, ciertos congresos, ciertos clubs, y todos los malos centros.

¿En qué se apoyan los negadores? En su fraseología, que presume de científica. Dicen: "Nada es verdadero sino lo que está experimentalmente demostrado. Ni la existencia de Dios, ni la del espíritu se han experimentado. Nadie ha visto a Dios, ni al alma,nadie los ha tocado, ni oído, ni palpado, ni analizado: luego ni Dios ni el espíritu, existen. Creer eso es un error; creerlo obstinadamente es una idea fija; una idea fija es la monomanía. Y como nosotros no queremos ser víctimas de una monomanía ni de un error, no admitamos ni a Dios ni al espíritu".

Tal es su razonamiento. Si peca, no es ciertamente de poco franco. Acerquémonos, sin embargo, y cojamos al toro por las astas.


¿Qué es una demostración experimental? Según el sentir de esos señores, si yo no me equivoco, una cosa está experimentalmente probada cuando ha sido vista y bien vista, tocada y bien tocada, analizada y bien analizada. De manera, que toda certidumbre estriba en la punta de los dedos o en la pupila del ojo. Pero este razonamiento tiene todas las cualidades del más grosero sofisma; es caduco, falso e impertinente.

Caduco. ¿Quién nos asegura a nosotros, señores negadores, que vosotros habéis visto y visto bien, habéis palpado y palpado bien, habéis analizado y analizado bien? Vosotros dais resueltamente a vuestros propios ojos y manos un diploma de infalibilidad, que muchos no aceptarán por bueno, fundándose en que ellos creen haber visto mejor y palpado mejor y analizado mejor que vosotros. ¿Y no nos habláis continuamente de progresos en las ciencias? ¿Qué significa esto sino que os lisonjeáis de ver más claro que vuestros antepasados? Y lo que vosotros decís de ellos, ¿quién ha demostrado que vuestros sucesores no lo dirán mañana de vosotros mismos, con igual y acaso con más razón?


Cuando se reflexiona que a pesar del desarrollo de vuestros estudios y la perfección de vuestros instrumentos, no habéis podido todavía analizar un grano de uva con bastante perfección para encontrar todos los elementos que lo componen y hacer una gota de verdadero vino, ¿qué confianza merecen la mayor parte de vuestras demostraciones experimentales?

Además, para que una demostración, por más experimental que sea, tenga valor, no basta que la den o la acepten algunos individuos; es menester que sea recibida y sancionada por todos los jueces competentes, o a lo menor por el mayor número. Y no es así, ni lo será jamás, la pretendida demostración que nos oponéis. La prueba es clara. ¿Por ventura vuestros libros, vuestros diarios, vuestros profesores de filosofía, química, geología, medicina, y demás, no nos dan diariamente el espectáculo lamentable de sus contradicciones, variaciones, afirmaciones y negaciones, incesantemente renovadas y negadas unas a otras tantas y tantas veces?


Es falso. Demos que vuestras demostraciones experimentales tengan todo el valor que vosotros suponéis. Mas por su misma naturaleza no pueden aplicarse a todo. ¿Con qué derecho borráis del número de las verdades, y verdades ciertas, todo lo que no se puede ver ni tocar? ¿Cuántas cosas no creéis vosotros mismos (y os pondríais en ridículo no creyéndolas), por más que ni son ni pueden ser experimentalmente demostradas, como decís?

Por ejemplo. ¿Dónde está la demostración experimental de que dos y dos son cuatro? ¿Qué es el número? ¿Qué es la unidad? ¿Las habéis visto, palpado, disecado o alambicado? Y sin embargo, creéis en el número y en la unidad; de lo contrario, no podríais creer que dos y dos son cuatro. ¿Habéis palpado los átomos, el sol? ¿Habéis palpado siquiera un microbio?

Otro ejemplo: Admitís el movimiento. ¿Qué significa esto? No otra cosa sino que veis y tocáis cuerpos que se mueven. Pero el principio del movimiento, ¿lo habéis jamás visto ni tocado?


Nuevo ejemplo. A cada instante afirma la ciencia las causas segundas como prueba de las primeras y sus consecuencias. Pero, ¿las ha visto? ¿Las ha palpado? ¿Acaso sus crisoles y platinas le han descubierto la causa, forma y color de tales causas? Jamás. La pobre ciencia ha visto y palpado hechos que se suceden unos a otros, nada más. Preguntadle por qué llama causa al hecho que antecede, y efecto al que subsigue. ¿Ha visto nunca lo que se llama el trabajo oculto de la casualidad? Evidentemente no.

No obstante, ella afirma la incesante acción de la causa intangible e invisible, de la causa que nunca ha visto, cuyo ruido no ha oído en parte alguna, ¿Con qué fundamento la afirma? Por el testimonio de una creencia irrecusable. Luego la ciencia positivista también cree. De hecho, cree en sus mismos principios cuyos principios tampoco pueden sostenerse en el tiempo y en realidad no se han sostenido. No pido más para ponerla en contradicción consigo misma y echar abajo todas sus negaciones y todas sus afirmaciones anticatólicas.


Vaya, por fin, otro ejemplo, tomado de los dominios privilegiados de la ciencia materialista. Con igual seguridad que nosotros admiramos los artículos del Símbolo, esa ciencia admite la atracción, y se complace en ponerla de manifiesto aún a los ojos de los más ignorantes. Para dar la demostración basta un pedazo de hierro aplicado a un pedazo de imán. El hierro se dirige hacia el imán y se junta con él. ¿Quién ha producido el fenómeno? El magnetismo. Y bien, ¿la ciencia ha visto el magnetismo, o solamente sus efectos?

Estos ejemplos, escogidos entre mil, prueban que fuera de toda demostración experimental hay una infinidad de verdades, de tal manera ciertas, que la ciencia más materialista se ve precisada a admitirlas como las admite la última beata.


Es impertinente. El oído, que se puede llamar el sentido social, juega un gran papel en la percepción de la verdad. ¿Con qué derecho la ciencia positivista o materialista le niega la infalibilidad que concede al ojo y a la mano? No dejar al hombre otro medio de conocer con certidumbre la verdad más que la vista y el tacto, es mutilarle y rebajarle más que a los animales. En último análisis, es acusar de locura incurable al linaje humano, que siempre ha creído y ahora cree, y mal que les pese a algunos seguirá siempre creyendo en verdades invisibles e intangibles. ¿No es, pues, lo más sublime de la impertinencia el razonar de los que niegan a Dios y el espíritu?

Metidos en tan buen camino, no todos se paran ahí. Van más allá y gran número de ellos, sobre todo en nuestros días, niegan de cuajo todo el orden sobrenatural. Pero negar sin pruebas es una necedad. Negar lo evidente es insensato orgullo. Estos dos méritos tienen los señores negadores de quien nos ocupamos. Estas gentes son especiales. Comienzan por decir: "Yo no admito tal cosa porque la juzgo imposible". Y después, aunque esa cosa la atestiguen millones y millones de testigos competentes, aunque se les metiera por los ojos, se negarían a creer que existe.


Aplicando a lo sobrenatural esta manera de discurrir, dicen: "Tengo lo sobrenatural por imposible: luego no existe". Punto redondo. Por consiguiente, los hechos mejor averiguados resultan falsos desde que se vea que tienen algo de sobrenaturales. Para ellos no hay milagros. Valor se necesita para negar los milagros del Cristianismo delante de los portentos de soberbia, ignorancia y locura que presenciamos todos los días en esos señores. Lo repito sin quitar una letra. Sí, portentos de soberbia, de ignorancia y de locura. He aquí el primero.

Después de haberse expedido a sí mismos un diploma de infalibilidad, estos taumaturgos del absurdo abren su despacho, donde desde la mañana hasta la noche están expidiendo por su propia autoridad pases para el manicomio a cualquiera que crea en el orden sobrenatural.


Mas este cualquiera no es solamente tal o cual individuo aislado; no es tampoco solamente la gran familia católica, la flor de la humanidad: es todo el linaje humano.

Vengan con nosotros esos bravos pensadores, y haremos, si les place, un viajecito en globo. ¿Qué verán de polo a polo? Desde la China hasta la Australia, desde las más apartadas fronteras de Europa hasta las extremidades de África, verán toda la superficie de la tierra cubierta de ciudades y villas innumerables. Por encima de todas las casas, ricas o pobres, echarán de ver unos edificios, notables por su grandeza, por lo rico de su arquitectura y por el mérito de los adornos que los decoran.


¿Qué son esos edificios? Son templos. ¿Qué es un templo? Un testigo irrecusable de lo sobrenatural. El hombre no levanta templos sino para orar y ofrecer sacrificios. El hombre no ora ni ofrece sacrificios sino porque cree en lo sobrenatural. Y puesto que el mundo actual está cubierto de templos, resulta que en todos los puntos del globo el hombre cree todavía en lo sobrenatural.

Su creencia de hoy es su creencia de ayer, de anteayer, de toda la antigüedad. "Si recorres el mundo, dice Plutarco, podrás encontrar ciudades sin muros, sin literatura, sin leyes, sin palacios, sin riquezas, sin moneda, sin gimnasios y sin teatros. Pero una ciudad que no tenga templos ni dioses, que no use de la oración y el juramento, que no consulte los oráculos ni ofrezca sacrificios para obtener bien del cielo o librarse de los azotes que la amenacen, tal ciudad nadie la ha visto nunca".


Millares de hechos contemporáneos confirman el testimonio de Plutarco. Al modo que el descubrimiento inesperado de los fósiles comprueba la relación de Moisés, así las excavaciones llevadas a cabo en nuestros días en las ruinas de Nínive, Babilonia, Tebas, o Pompeya han evidenciado la fe del mundo pagano en lo sobrenatural; las vetustas ciudades de México exhumadas de sus tumbas dan idéntico testimonio.

La mayor parte de los objetos encontrados a éste y al otro lado del Oceáno son religiosos, y los restos más importantes, y frecuentemente los mejor conservados, son restos de templos, altares y estatuas de dioses y diosas.


Es un hecho incontestable que siempre y en todas partes, sin diferencia de clima ni grado de civilización, el género humano ha creído en lo sobrenatural, lo ha practicado y por él ha regulado su conducta. "Convenimos en ello, -responderán ellos- mas sostenemos que en esto el hombre se ha equivocado".

Ya lo veis: siempre el mismo refrán y la misma pretensión. Al no poder detenerse en su mismo tiempo, deciden acusar nada menos de alucinación y demencia a todos los hombres, lo más delirante es que con ello se declaran a sí mismos los únicos cuerdos, los únicos ilustrados entre todos los mortales. ¿No es eso, como antes decíamos, un portento de soberbia, ignorancia y locura?


Pues prestad atención, porque hay todavía otro mayor. Después de haber negado al género humano el uso de la razón, se lo niegan a sí mismos. No sólo la razón; los ojos, las orejas, todos los sentidos dicen cada hora, cada segundo, no sólo que lo sobrenatural existe, sino que el hombre no vive sino de lo sobrenatural y en lo sobrenatural. De modo que nada hay más verdadero que el dicho de San Pablo: "En él vivimos y nos movernos y somos". Un instante de reflexión basta para probarlo.

¿Acaso el hombre no vive de la creación y en la creación? ¿Y puede concebirse nada más sobrenatural que la creación en su acto primero y en su acto segundo? En su acto primero la creación consiste en hacer pasar algo de la nada al ser. Entre lo que es y lo que no es hay distancia infinita. El hacer franquear esa distancia sólo pertenece a un poder eminentemente sobrenatural. En su acto segundo la creación consiste en conservar el ser ya dado. Este nuevo acto no es menos sobrenatural que el primero, puesto que la conservación de los seres no es otra cosa que continuar su creación.

El universo entero es un inmenso espejo, donde el hombre puede y debe leer la existencia, el poder, la sabiduría y la bondad del Ser sobrenatural que lo creó. ¡Ay del hombre si así no lo hace!


Para eximirse de este deber, que, por cierto, es tan consolador, se contentan con decir: "Nosotros no admitimos la creación".

¡Vosotros no admitís la creación! Admitís, pues, efectos sin causa, ríos sin fuentes, casas sin artífice, relojes sin relojero, cuadros sin pintor.

Añaden: "No nos entendemos. Cuando decimos que no admitimos la creación, esto significa que no admitimos el acto creador por el cual un poder infinito haya hecho de la nada todas las cosas".

Bueno, ya avanzamos algo, porque por lo menos admitís que existen esas cosas, el cielo, la tierra y todo lo que contienen, incluso vosotros mismos. Para explicar su existencia no hay más que tres medios: creer que son obra de Dios, decir que el hombre las ha hecho, pretender que se han hecho a sí mismas. Vosotros rechazáis con desdén la primera explicación; quedan, pues, la segunda y la tercera.


Cuanto a la segunda, ni siquiera vosotros la creéis. ¡Qué! ¿Será el hombre quien ha hecho la tierra y el mar, los animales terrestres y los peces? ¿Será el hombre quien ha hecho el cielo, y fabricado y suspendido en el firmamento los millones de planetas inmensos que ruedan sobre nuestras cabezas? ¿Y cómo es que ahora no hacen nada semejante? ¿Cuándo ha perdido su poder? ¿Por qué se ha declarado en huelga?

¿Será el hombre, esta pequeña hormiga encaramada en esta pequeña mota de tierra, que teniendo todos los elementos necesarios suda agua y sangre para edificarse una casa? ¿Será este pequeño insecto el que habrá hecho el sol tantos millones de veces más grande que nuestro planeta, y lo habrá lanzado a miles de kilómetros de la tierra y lo sostendrá en el vacío? Para rematar semejantes pretensiones, basta con exponerlas; el absurdo no se refuta.


Vengamos a la tercera explicación, la cual consiste en pretender que las criaturas se han hecho a sí mismas. Con decir que se han hecho a sí mismas, reconocéis que no son eternas, y tenéis razón. No tienen ninguna de las cualidades del ser necesario: ni la inteligencia, ni la libertad, ni la inmutabilidad. Todas están sujetas a mutabilidad, descomposición y muerte.

Mas si no son eternas, luego hubo un tiempo en que no existían ni en sus elementos ni en sus formas. Si no existían, no eran nada. Luego, según vosotros, la nada habría hecho algo, la nada hace al ser, ¡la nada lo ha hecho todo! O sea, que si dejamos en un vaso vacío, dentro del mismo comenzarán a crearse universos, planetas, plantas... Seres vivos... ¡y hombres! Adorar la nada, eso es lo que hacen los adoradores de hoy, los científicos, con años y años de experiencia y perdiendo su tiempo en cátedras del saber, para resumir que todo es nada. Sus estudios son nada. Su vida es nada. "Nada" es la que ha puesto las leyes naturales. "Nada" es la que ha establecido el orden de las cosas y cómo tienen que ser, formarse, desarrollarse y subsistir. ¿No será que, como San Pablo decía a los atenienses que rendían culto a un Dios que no conocían, no será que "su nada" es Dios? ¿Y cómo saberlo, si el mismo Dios no nos lo revelase? Por eso ha tenido que venir Cristo, el único que ha podido revelarlo.


Porque de otra forma sería inconcebible: las complejas leyes que riguen los movimientos de las células, nuestra sangre y nuestro mismo cuerpo, más complejo que el ordenador más complicado, de haber sido hecho por "la nada", esa nada sería más inteligente que todos los humanos que han existido y de los que existirán jamás. Si para los mecanismos de un automóvil o de un reloj, que son simples piezas, se necesita una larguísima experiencia y una elevada inteligencia, ¿qué persona tan absurda podría defender que las leyes que nos cuesta tanto descifrar de la física, la química y la materia en general, se hicieron solas a sí mismas? Admitir esto sería como admitir que los relojes se hacen solos, que los complejos centros informáticos salen desde la nada, o que los vehículos espaciales que viajan por el espacio para la investigación de otros planetas "la nada" puede crearlos sin intervención alguna. Porque todo ello es enormemente menos complejo que los seres humanos que los han creado, incluso menos complejo que el mismo sistema que da vida a una simple planta, y esto se creó "por sí solo", ¿por qué todo lo demás no podría también haberse creado de la misma manera? Y sin embargo no ha sido así, todo requiere unos procesos industriales y de refinamiento, y una técnica de ensamblaje tan perfecta y complicada que solo ha podido lograrse, en muchas ocasiones, en nuestro último siglo.

¿Y de dónde les vienen a esos hombres bautizados como nosotros esa rabia de negar, esa fiebre del absurdo, esa precisión de degradar al hombre hasta el punto de convertirlo en un puñado de lodo, en el ser más infeliz de la creación, sin recompensa para sus virtudes, sin compensación para sus lágrimas, sin otra vida que la muerte viviente de acá abajo? Fácil es la respuesta.


Lo sobrenatural les estorba. A toda costa se lo quieren quitar de encima; y así niegan como desesperados, sin pararse ante ningún sofisma, ante ningún absurdo, ante ninguna evidencia. Antes, todo lo que habla del orden sobrenatural les irrita, y a falta de razones acuden a las injurias, a las estúpidas risotadas y aún a la violencia.

Así se explica eso que hace bastantes años estamos presenciando: el rugir de todas las pasiones, el torrente de ultrajes inauditos contra lo sobrenatural, bajo cualquier nombre, forma, acto o persona que se manifiesten; al presente la guerra encarnizada contra la Iglesia; para en adelante amenazas que hacen temblar.

¡Vano empeño! No pueden arrancar la fe de su propio corazón. A pesar de todo se ven precisados a decir, como uno de sus oráculos, a la vista de la creación:

Me para el universo; yo no puedo admitir tal reloj sin relojero.


Con mayor razón la implacable evidencia viene a darles tormento con el espectáculo de la Iglesia católica, que es la más elocuente manifestación de lo sobrenatural. A despecho de ellos, sus propias blasfemias son la prueba de su fe. No se aborrece lo que no se teme, ni se teme lo que no se cree.

¿Por qué, en suma, ese odio a lo sobrenatural? Para vivir según sus pasiones. En todos los tiempos, en todos los lugares, en todos los hombres, la incredulidad y la corrupción se dan la mano. Compruébalo, míralo, contémplalo: así es. Tres mil años hace que el espíritu de Dios decía por boca de David: "Dijo en su corazón el impío: No hay Dios".

He ahí el horror a lo sobrenatural, o la incredulidad.


Y se convirtió en un hombre de crímenes, en una cloaca de abominaciones. He ahí la corrupción. Desde entonces nada ha cambiado. "Largo tiempo creí yo, decía Rousseau, que se podía ser virtuoso sin religión; es un error de que me he corregido".

Su testimonio es irrecusable, pues toda su conducta prueba esa verdad.

No ser virtuoso, o vivir a merced de sus pasiones, es vivir la vida de los sentidos, la vida de las bestias, y de las bestias inmundas. El hombre tiene que ser ángel o bestia; tiene que adorar el espíritu o la carne, al Dios altísimo o al dios de los abismos; no hay término medio posible. La nobleza misma de su naturaleza se opone a que lo haya. A medida que se cae de más alto, se cae más hondo. Puerilidad sería creer que los enemigos de lo sobrenatural hacen alardes de incredulidad únicamente por el necio placer de llamarse incrédulos. Debajo de sus palabras se oculta un interés de su corazón. No se quiere la libertad de pensar sino para tener la libertad de obrar.


"He visto de cerca, escribió hace poco un hombre de mundo, a los descreídos de nuestros días. Cuarenta años de experiencia me han permitido ver a través del velo que cubre los misterios de su vida íntima. En todas partes he encontrado, como Bruyere, sepulcros blanqueados. A pesar de las apariencias engañosas, y los disfraces más o menos hábiles, tienen todos un lenguaje que no engaña, y es el de sus obras. Este lenguaje dice la última palabra de lo que ellos llaman sus teorías científicas, y yo llamo su odio a la verdad. La incredulidad no es más que una careta; la realidad es que nosotros queremos poder deslizarnos a nuestro gusto en el sensualismo y dormir a pierna suelta en el lodo".

Es la traducción libre, pero exacta, de lo que piden los espíritus impuros en el Evangelio.

Cuando un adversario se acoge a semejante refugio, no se le combate ya, se le deja allí.



- Anteriores: Estar en el mundo para comer arroz.

1 comentario :

  1. El reloj marca las horas, y otro día más en el paraíso.....

    *La mejor canción del siglo XX y es de los 80´¡Cómo no!: https://www.youtube.com/watch?v=yifYKmKK7hc&list=RDyifYKmKK7hc

    ResponderEliminar