Tal y como hemos podido ver y explicar hasta ahora, dado que la presente vida no es la vida, tampoco esta muerte es la muerte. La muerte, en efecto, no es la muerte. ¡Qué pesadilla se nos quita de encima! La certidumbre de la muerte, que pesa sobre el hombre desde el día en que adquiere uso de razón; que por la mañana le impide prometerse ver la noche, y por la noche le deja incierto en si despertará vivo por la mañana; este pensamiento, que todo lo que vemos, todo lo que oímos nos lo trae a la memoria a pesar nuestro, es para los mismos incrédulos una fuente inagotable de terrores, tristezas y fastidio. Es, vuelvo a decir, la pesadilla de la humanidad.
La muerte no es la muerte. El que se muere no cesa de vivir. ¡Qué inmenso consuelo! Henos aquí en una cámara mortuoria, sobre el lecho fúnebre acaba de espirar un padre, una madre, un hermano, una hermana, tiernamente amados. La esposa, los hermanos, las hermanas, los niños huérfanos, desde hoy, sumidos en el dolor, lloran al que acaban de perder, y que deja en torno de ellos horrible vacío.
De repente se han suspendido los sollozos. El Dios de los vivos deja oír su voz: "No os pongáis tristes, dice, como los que no tienen esperanza. La muerte no es el fin de la vida. El padre que habéis perdido no ha muerto; duerme. La madre que lloráis no ha muerto; duerme. El hermano o la hermana que lloráis no ha muerto".
"Jornaleros del padre de familia han concluido su trabajo y descansan de sus fatigas. De mortales que eran, se han hecho inmortales. Allá os esperan, allá los volveréis a ver. Míos eran en vida; míos son en la muerte. Yo lo he criado todo, y no aniquilo nada. Yo no soy únicamente la creación, soy la resurrección y la vida".
La muerte no es la muerte: esta palabra, caída del cielo, era demasiado preciosa para que la Iglesia católica dejara de recogerla con religioso cuidado. Nadie la repite más a menudo, ni con más conmovedora elocuencia, ni con tanta autoridad.
En las anteriores exposiciones hemos oído a los sofistas y sus doctrinas desoladoras: los hemos compadecido a ellos. Escuchemos ahora a nuestra admirable madre, esta madre que nunca engaña y siempre da consuelo. ¡Cuántas veces nos repite en el discurso de la vida: Hijos míos, la tierra no es vuestra patria; aquí no sois más que extranjeros y caminantes! ¡No estáis en vuestra casa; vuestra casa está más allá!
Pero en la hora de las grandes tristezas, por ser la hora de las grandes separaciones, es cuando la Iglesia derrama a manos llenas el bálsamo de esa palabra consoladora en el corazón destrozado de sus hijos. ¿Te has puesto alguna vez a reflexionar sobre lo que hace en los postreros momentos de nuestra peregrinación, ya con los que parten, ya con los que se quedan? Venid conmigo a contemplar este espectáculo, lleno de consuelos inmortales.
A los ojos de la Iglesia, el cristiano que muere no es un ser efímero que torna a la nada; es un viajero muy amado que se pone en camino. Con la solicitud más previsora hace con él lo que la madre más cariñosa con su tierno hijo, que emprende largo viaje. Varias cosas necesita el viajero: pasaporte, buena salud, comida para el camino, y si tiene que cruzar por sitios desconocidos o peligrosos, un guía y una escolta. Ahora veréis cómo la Iglesia provee a todo esto.
Cerca de su hijo moribundo llama al embajador del Dios de la eternidad, ante quien aquél tiene que presentarse. Borrándole los pecados, la absolución restablece en él la imagen augusta, que será señal para que se le reconozca por un miembro de la gran familia cristiana que entra en su patria, y las autoridades invisibles que encontrará escalonadas en el camino se apresurarán a prestarle ayuda y protección.
La Iglesia no se para aquí. Quiere que su hijo emprenda el viaje en buena salud. Para esto, por medio del Sacramento de los enfermos le purifica el alma y devuelve la integridad a todos sus sentidos; luego, para que permanezcan inviolables, les echa el sello del Redentor, cuya sola vista ahuyenta a las legiones enemigas.
Pero el viajero necesita llevar alimentos: la Iglesia le da su Viático, el pan de los fuertes, que le sostendrá en sus desmayos; el alimento de la inmortalidad, que comunicándole sus propiedades divinas, le hará tan cual debe ser para que vea abrírsele las puertas de la patria bienaventurada; en una palabra, ese Viático es su divino hermano Jesús en persona, que haciéndose compañero de su viaje, le llevará de la mano para hacerle franquear sin peligro el paso decisivo del tiempo a la eternidad.
Están completos los preparativos del viaje. Sólo falta dar la señal de partir y poner al viajero bajo la dirección de guías fieles y bajo la defensa de una escolta invencible. Con la seguridad de la fe, con tan tiernos sentimientos y tan solemne lenguaje, que jamás podrán imitarse, la Iglesia va a desempeñar estos dos cuidados.
Acercándose a su hijo, le dice: "Parte de este mundo, alma cristiana, en el nombre de Dios Padre Omnipotente, que te creó; en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que padeció por ti; en el nombre del Espíritu Santo, que en ti se derramó; en el nombre de los Ángeles y Arcángeles; en el nombre de los Tronos y las Dominaciones; en el nombre de los Principados y las Potestades; en el nombre de los Querubines y Serafines; en el nombre de los Patriarcas y los Profetas; en el nombre de los Apóstoles y los Evangelistas; en el nombre de los Santos mártires y confesores; en el nombre de los Santos ermitaños y anacoretas; en el nombre de las Santas vírgenes y de todos los Santos. Que las legiones infernales se cubran de confusión, y los ministros de Satanás no se atrevan a oponerse a tu paso. Que llegues hoy mismo al país de la paz, y la santa Sión sea tu morada, por el mismo Jesucristo nuestro Señor".
Cuando se reflexiona que todo esto es una realidad, se pregunta uno a sí mismo cuánta es la dignidad del alma, y cuándo jamás ningún monarca ha viajado defendido por guardia semejante, rodeado de tan brillante cortejo.
El viajero ha partido. Nada se ha olvidado para asegurar el éxito de su viaje y preparar su entrada triunfal en la tierra de los vivientes. Falta dar consuelo a sus amigos y parientes; pues para la Iglesia, que es la más tierna de las madres, los dolores de todos sus hijos son sus propios dolores.
A su voz siguen al templo tras de los despojos mortales del que acaba de abandonarlos. ¿Qué hace allí la Iglesia? Canta. Sí, mientras no se ven en el templo más que imágenes lúgubres, ni se oyen más que suspiros, lágrimas y lamentos, la Iglesia canta, canta siempre. ¿Qué contraste es éste? ¿Puede una madre cantar en la muerte de sus hijos? Y entre todas las madres, ¿no es la Iglesia la más amante? Lo repito: ¿qué misterio es éste?
Los cuidados de que nos rodea desde la cuna no permiten dudar: la Iglesia nos ama, y su amor es tanto más vivo cuanto es más noble. Depositaria de las promesas de la inmortalidad, las proclama altamente en presencia de la muerte. Si su voz lleva el sello de las lágrimas, también expresa alegría. Más feliz que Raquel, se consuela y nos consuela, porque sabe que le serán devueltos sus hijos. Así, en las lágrimas de los parientes se ve la naturaleza; en los cantos de la Iglesia brilla la fe. La naturaleza se entristece, diciendo: "Muerte"; la Iglesia se alegra, respondiendo: "Resurrección".
¿Oís la melodía, tan suave al corazón y tan dulce al oído, que en medio del profundo silencio de los divinos misterios resuena repentinamente bajo las bóvedas del templo? Intérprete del Dios de la eternidad, del cual el hombre es imagen inmortal, canta el sacerdote: "Arriba los corazones... Nada hay más digno, ni más justo, ni más saludable que rendiros en todas partes y siempre acciones de gracias, Señor Santo, Padre Omnipotente, Dios eterno, por Jesucristo nuestro Señor, en quien nos habéis dado la esperanza de la feliz resurrección, para que en el momento que la certidumbre de morir entristece a la naturaleza, la promesa de la inmortalidad futura consuele a la fe. Pues a vuestros fieles, Señor, la vida se les cambia, no se les quita; y en su lugar de casa terrestre arruinada, les está preparada una mansión eterna en los cielos".
¿Qué os parece? ¿Puede la Iglesia afirmar con más solemnidad que la vida presente no es la vida? Afírmalo también con una palabra que ha introducido en la lengua de todas las naciones civilizadas. Terminadas las ceremonias del templo, conduce a su hijo al lugar donde ha de descansar. Este lugar se llama cementerio, que significa dormitorio: palabra divina, palabra reveladora, palabra digna de eternas bendiciones.
¡Qué consuelos encierra esta palabra y qué profunda filosofía! Así, pues, cuando lleváis un muerto al cementerio, no os aflijáis: no le lleváis a la muerte, sino a dormir. Esta palabra os basta para templar todos los dolores.
Tan segura está la Iglesia de la felicidad de que gozan, que este día es para ella día de fiesta. Desplegando en su celebración todas las pompas de sus ceremonias, ¿qué es lo que hace? A la faz del cielo y de la tierra lanza a la muerte este sublime desafío: "¡Oh muerte! ¿Dónde está ahora tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?".
Pues la vida presente no es la vida, sino apariencia de tal, tampoco la muerte es muerte, sino cosa parecida. En la fe de estas dos verdades, tan antiguas como el mundo, tan extensas como la humanidad, rechazadas solamente en los tiempos antiguos y en los modernos por los cerdos pequeños y grandes de la piara de Epicuro, pero afirmadas incesantemente por la más alta autoridad que hay debajo del cielo, y es nuestra infalible madre la Iglesia; en esta fe, repito, se encierran todos los consuelos de la pobre humanidad; consuelos para los que sobreviven a sus difuntos más queridos, como ya lo hemos visto; consuelos para los que mueren, como lo vamos a ver.
Elevando hasta la evidencia la certidumbre de esta verdad, que la muerte no es sino una apariencia de muerte, el cristianismo ha hecho nacer un género de muerte desconocida para todo lo que no es cristiano: la muerte gozosa.
Entretanto que el pagano de hoy día, como el pagano de otros tiempos, tiembla con todos sus miembros al pensar en la muerte, y llegado el caso se retuerce desesperado en brazos de la muerte, y recibe el golpe mortal con la estúpida imprevisión del buey llevado al matadero, el cristiano ve sin temor acercarse la muerte, y la desea y muere lleno de gozo. A falta de otras pruebas, este solo contraste bastaría para demostrar la divinidad del Cristianismo.
Como cristianos que somos, nos conviene muy mucho ver cómo los que de veras los son dejan esta vida. Su conducta de ese momento supremo nos alienta y nos consuela: dos beneficios que nada puede proporcionarnos en igual grado. Uno de los mejores de esos ejemplos fue el de los mártires claretianos de Barbastro.
En la tarde del 20 de julio de 1936 unos sesenta anarquistas armados irrumpieron en la comunidad de Barbastro en que residían sesenta Misioneros Claretianos, para practicar un registro y ver si escondían armas, como se había propagado calumniosamente de los religiosos durante aquellos últimos años. A pesar de no encontrar armas, fueron detenidos. Los misioneros vestían sotana. Durante el registro dos sacerdotes lograron salvar la eucaristía, la distribuyeron en parte y la escondieron en un maletín, entre ropa.
Los anarquistas se llevaron primero a la cárcel al P. Superior, Felipe de Jesús Munárriz, al formador, P. Juan Díez y al administrador, P. Leoncio Pérez. Al salir, un seminarista le preguntó al P. Superior:
- Si nos detienen, ¿cómo vestimos? ¿de paisano o con sotana?
El P. Munárriz no lo dudó:
- En sotana.
La sotana era el signo de su consagración, que los enemigos de la fe odiaban especialmente.
El salón de los Escolapios era un semisótano abierto por ventanales enrejados a la plaza del Ayuntamiento convertido en Comité revolucionario. Allí tuvieron que sufrir los jóvenes misioneros, día tras día, insultos, amenazas, obscenidades, sed, miseria higiénica, en pleno verano. Y allí se entregaron a la oración, a la lectura clandestina de los breviarios, a las conferencias secretas, al rezo del rosario, a la meditación, a cantar y animarse en voz baja al martirio. La sotana con la que vivían y dormían era objeto de brutal escarnio y hostigamiento, como signo de su fidelidad:
- Os mataremos a todos con la sotana puesta, para que ese trapo sea enterrado con los que lo lleváis.
- No odiamos vuestras personas. Lo que odiamos es vuestra profesión, ese hábito negro, la sotana.
- Quitaos ese trapo y seréis como nosotros, y os libraremos.
Por las mañanas, el Hermano Vall, que servía en la cocina, les pasaba, junto a su ración de pan y chocolate, la Eucaristía, formas consagradas que le entregaba cada día el P. Ferrer. Pudieron, así, los misioneros comulgar bastantes días y fortalecer su espíritu como los primeros cristianos. Algunos se las habían guardado en el pecho antes de salir de casa y se movían como sagrarios vivientes.
La Eucaristía constituyó el centro de su vida, mientras duró. "Algunos, afortunados, la llevaban en el pecho". El argentino Hall recordaría luego "la avaricia espiritual con la que se les acercaban disimuladamente otros seminaristas y hermanos para adorar al Señor en el sacramento".
Durante más de una semana, como eran jóvenes la mayor parte, de 21 a 25 años, fueron sometidos a la tentación de las prostitutas medio desnudas, que entraban en el salón en las siestas y por la noche, para vencer su castidad. "Se les acercaban insinuantes, les tiraban de la sotana, les ofrecían instrumentos de pecado". Consta que ninguno de ellos les contestó ni las miró, hasta el punto de que las mujeres salían furiosas. El P. Ferrer, Superior de los Escolapios, y que tenía autoridad moral sobre los anarquistas, porque bastantes se habían educado gratuitamente en el colegio, protestó ante el Comité, y cesaron aquellas incitaciones brutales.
Fueron sometidos también, varias veces, a simulacros de fusilamiento, para aterrorizarlos. Se presentaba en el salón un pelotón de milicianos o soldados y les gritaban:
- Ya ha llegado la hora. Poneos contra la pared que os vamos a fusilar.
Los misioneros permanecían así durante una hora, esperando, segundo a segundo, la descarga. Uno de los dos argentinos, que casi al final fueron liberados y llegaron a Roma, Parusini, dice: "Es cuando más se sufre: cada minuto se hace interminable y uno desea que disparen de una vez para no prolongar una agonía que no acaba más que con una blasfemia o una risotada sarcástica de los milicianos".
A varios de ellos los reconocieron milicianos o soldados de su pueblo y les ofrecieron poder salvarse. Salvador Pigem, de Viloví d'Onyar, Gerona, encontró a un antiguo cocinero de su tía, que le dijo:
- Si quieres, te salvaré de la muerte.
- ¿Me salvará con todos mis compañeros?
- No. A ti solo.
- Pues, así, no acepto; prefiero morir mártir con ellos.
E l 2 de agosto, a las dos de la mañana, se llevaron a cabo dos sacas de veinte presos cada una.
Los fusilaron en el cementerio de Barbastro. Entre los ejecutados fueron los tres misioneros PP. Munárriz, Díez y Leoncio Pérez, que animaban a los otros sacerdotes a alcanzar la palma del martirio. Murieron al grito de "¡Viva Cristo Rey!". Esa misma noche murió también con ellos el primer gitano mártir de la historia, Ceferino Jiménez Malla, El Pele, por rezar el rosario, beatificado por el Papa Juan Pablo II en 1997.
Desde ese día, ya nadie se hizo ilusiones. Había comenzado la hecatombe de mártires de Barbastro. Cada noche circulaban los nombres de las víctimas, y la certeza de que ningún sacerdote ni seglar católico había renegado de su fe, para salvar la vida, a pesar de las ofertas.
Uno de los soldados del cuartel de Barbastro, Andrés Carrera, que era seminarista de Zaragoza, y a cuyo padre habían detenido los marxistas, tuvo que hacer guardia ante los Escolapios "dos días de la primera quincena de agosto".
En la noche del 8 de agosto, el Obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio, preso en los Escolapios, fue citado al Comité. Allí, entre frases groseras e insultantes, lo amarraron a otro hombre más alto y recio, y lo castraron en vivo. Saltaron dos chorros de sangre que empaparon las baldosas del "rastrillo" de la cárcel. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas.
Fue empujado luego a la plazuela y llevado a pie hasta el cementerio, golpeándole con las culatas y con ladrillos en los dientes. "Anda, tocino, date prisa", le decían. Y él, una y otra vez, repetía:
- Por más que hagáis, os tengo que perdonar.
En el cementerio, tras la descarga, los milicianos le oyeron decir: "Señor, compadécete de mí".
"No le dieron el tiro de gracia al principio, sino que lo dejaron morir encima de otros cadáveres, desangrándose, para que sufriera más". Los médicos del hospital próximo, al oír sus gemidos, avisaron al Comité, porque los enfermos se ponían peor. Y poco después, lo remataron. Fue beatificado en 1997, junto con El Pelé.
La muerte del Obispo precipita la de los jóvenes claretianos del salón. El día 10 Ramón Illa escribió en el salón a su familia: "Con la más grande alegría del alma escribo a ustedes, pues el Señor sabe que no miento: no me cansaría y -lo digo ante el Cielo y la Tierra- les comunico con estas líneas que el Señor se digna poner en mis manos la palma del martirio; y en ellas envío un ruego por todo testamento: que al recibir estas líneas canten al Señor por el don tan grande y señalado como es el martirio que el Señor se digna concederme".
"Hace ocho días fusilaron al P. superior y a otros Padres. Felices ellos y los que les seguiremos. Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros; ni el martirio por el apostolado, que era la ilusión de mi vida".
"Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas de de la Iglesia Católica romana".
"Gracias sean dadas al padre por Nuestro Señor Jesucristo".
Escribían siempre a lápiz y sobre papel de chocolate, por carecer de otros medios. Ramón Illa tenía 22 años solo y una gran cultura. Dominaba el latín, el griego, y el hebreo y estudiaba inglés y alemán. Retenía en su memoria todo lo que leía. Componía poesías en castellano, latín y catalán, y rezaba enamorado de la liturgia, sin estar obligado, todas las "horas litúrgicas".
El 12 de agosto, a las tres y media de la mañana, irrumpieron en el salón, "unos quince revolucionarios", bien armados y provistos de cuerdas ensangrentadas. Los presos se despertaron sobresaltados en el escenario de madera. Un dirigente, Mariano Abad, El enterrador, levantó la voz:
- ¡Que bajen aquí los seis más viejos!
Mansamente, sin resistencia ni protestas, fueron bajando los PP. Nicasio Sierra, de 46 años; José Pavón, de 35; Sebastián Calvo y Pedro Cunill, los dos de 33; el Hermano Gregorio Chirivás, de 56, y el subdiácono Wenceslao Claris, de 29.
Les ataron las manos a la espalda, uno a uno, con cordeles y alambres; y, luego, de dos en dos, los amarraron codo con codo.
El P. Pavón buscó con la mirada a los dos sacerdotes que quedaban en el salón. El P. Ortega, que estaba paralizado en el escenario, levantó la mano sobre ellos, y pronunció la absolución sacramental: "Yo os absuelvo..."..
Los sacaron del salón y les hicieron atravesar la plaza del ayuntamiento, escoltados por "escopeteros".
Les esperaba el camión de la muerte a la entrada de la plaza.
"Y poco después -escribirá Hall- a las cuatro menos siete minutos, una fuerte descarga de fusilería anunció la tragedia gloriosa que se acababa de consumar".
Los que quedaron en el salón, terriblemente impresionados, creyeron que había sido en el cementerio de Barbastro. Luego se comprobó que había sido en uno de los muchos recodos de la carretera de Barbastro a Berbegal y Sariñena, cerca del kilómetro 3. Antes de dispararles, como siempre, les ofrecieron por última vez la posibilidad de apostatar, que ellos respondieron con un "¡Viva Cristo Rey!", y los remataron con el tiro de gracia en la sien.
Aquel 12 de agosto fue una jornada de purificación y de despedidas para los claretianos vivos. Los mártires conocían ya su plazo; era su privilegio. Se consideraban todos indignos y dichosos. Varios de ellos, Casadevall, Ruiz, Novich, Amorós, recordaban el Padrenuestro rezado en ciertos paseos, durante el noviciado, "para que todos llegara a ser mártires".
De aquel día poseemos el testimonio de Hall y Parusini, que por su condición de extranjeros, fueron excluidos de la matanza.
"Nos confesamos todos por última vez, y se puede decir que pasamos el día rezando y meditando. Todos estábamos resignados a la divina voluntad y contentos de estar sufriendo algo por la causa de Dios". "Pasamos el día en religioso silencio –escribió Faustino Pérez sobre el interior del pie del piano– y preparándonos para morir mañana; solo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos es para perdonar. ¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!".
Hall, por si se salvaba, les pidió un recuerdo para llevárselo personalmente al P. General, y, a través de él, a toda la Congregación. Los futuros mártires tomaron un pañuelo que había sido del P. Nicasio Sierra, fusilado pocas horas antes, por odio a la fe, lo besaron y se lo pasaron, uno a uno, por su frente, como obreros cansados y sufridos, diciendo: "Sea este el beso que doy a la Congregación querida al tener la dicha de morir en su seno".
Aquel día por la tarde, profesaron perpetuamente (sub conditione, bajo la condición "si habían sido aprobados") los seminaristas José Amorós, de Puebla Larga, Valencia, y Esteban Casadevall, el más tentado contra la castidad por una miliciana. Redactaron el documento y firmaron los testigos.
Rafael Briega, que sabía bastante chino, le dijo a Hall: "Hágale saber al P. Jose Fogued (Administrador Apostólico de Tonkin), que ya que no puedo ir a China, como siempre he deseado, ofrezco gustoso mi sangre por aquellas misiones y desde el cielo rogaré por ellas".
Los futuros mártires escribieron sus mensajes en papeles, en maderas, en los muros y en las escaleras.
Muchos se perdieron. Otros los conservamos como las actas de los primeros mártires de la Iglesia. En uno de ellos firman 40 mártires. Y la joya es su Ofrenda a la Congregación.
En la medianoche del 12 al 13 de agosto fueron llamados, atados y conducidos al camión de la muerte, veinte claretianos. Antes de subir al camión, Mariano Abad les ofreció salvar la vida si se quitaban la sotana y marchaban al frente con los anarquistas. La respuesta de los mártires fue unánime:
- ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Iglesia Católica! ¡Viva el Corazón de María! Llovieron los culatazos, los insultos, las blasfemias.
Pero los mártires empezaron a cantar hasta el momento de la ejecución, en la carretera de Berbegal, muy cerca de dos casas de campo, testigos de su última confesión de fe. Allí, antes de ejecutarlos, Mariano Abad les repitió su oferta.
- ¡Viva Cristo Rey!
Después de fusilarlos, les dieron a cada uno el tiro de gracia y los dejaron desangrarse durante hora y media, para que no manchase su sangre el camión y la carretera. Los ejecutores, mientras, fueron a celebrar su hazaña en "La torre de Jaqueta". Luego recogieron los cadáveres y los llevaron a una fosa común del cementerio.
Por la mañana del mismo 13, los anarquistas, siguiendo órdenes del gobierno, se llevaron a los dos argentinos, Hall y Parusini, a Barcelona y Roma. Fueron los mensajeros y testigos vivos de los mártires, cuyas declaraciones conservamos.
El 15 de agosto fusilaron a otros veinte claretianos, cuyos nombres están escritos en el libro de la Vida.
Antes escribieron la Despedida de la Congregación, estremecedora: "...Pasamos el día animándonos para el martirio y rogando por nuestros enemigos... Cuando llega el momento de designar las víctimas, hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia... Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares".
El 18 fueron fusilados dos de los tres que estaban en el hospital, Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta.
Se había consumado el martirio de los 51 misioneros del Seminario de Barbastro. En octubre de 1992 fueron beatificados por el papa Juan Pablo II, en Roma. Al final de la Misa, el papa, emocionado, exclamó: "¡Por primera vez en la Historia de la Iglesia, todo un seminario mártir!".
Ese mismo año se abrió en Barbastro, el Museo de los Mártires Claretianos, relicario de sus restos, sus testimonios, sus mensajes y sus recuerdos, centro de peregrinación de miles de fieles de todo el mundo.
Carta de despedida a la Congregación:
"Querida Congregación: Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, trece, han alcanzado la palma de la victoria 20, y mañana, catorce, esperamos morir los 21 restantes. ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Y qué nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! Responde el populacho rabioso: ¡Muera! ¡Muera!, pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, estos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los vivas y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y de muerte".
"Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós, querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción. ¡Y que recuerdo este! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron".
Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez, C.M.F.
Estos son sus nombres (según la fecha de martirio):
-Día 2 de agosto
P. Felipe de Jesús Munárriz Azcona (61 años)
P. Juan Díaz Nosti (56 años)
P. Leoncio Pérez Ramos (60 años)
-Día 12 de agosto
P. Sebastián Calvo Martínez (33 años)
P. Pedro Cunill Padrós (33 años)
P. José Pavón Bueno (35 años)
P. Nicasio Sierra Ucar (45 años)
E. Wenceslao Claris Vilaregut (29 años)
H. Gregorio Chirivás Lacambra (56 años)
-Día 13 de agosto
P. Secundino Ortega García (24 años)
E. Javier L. Bandrés Jiménez (23 años)
E. José Brengaret Pujol (23 años)
E. Antolín Calvo y Calvo (23 años)
E. Tomás Capdevila Miró (22 años)
E. Esteban Casadevall Puig (23 años)
E. Eusebio Codina Millas (21 años)
E. Juan Codinachs Tuneu (23 años)
E. Antonio Dalmau Rosich (23 ños)
E. Juan Echarri Vique (23 años)
E. Pedro García Bernal (25 años
E. Hilario Llorente Martín (25 años)
E. Ramón Novich Rabionet (23 años)
E. José Mª Ormo Seró (22 años)
E. Salvador Pigem Serra (23 años)
E. Teodoro Ruiz de Larrinaga García (23 años)
E. Juan Sánchez Munárriz (23 años)
E. Manuel Torras Sais (21 años)
H. Manuel Buil Lalueza (21 años)
H. Alfonso Miquel Garriga (22 años)
-Día 15 de agosto
E. José Amorós Hernández (23 años)
E. José Mª Badía Mateu (23 años)
E. Juan Baixeras Berenguer (22 años)
E. José Blasco Juan (24 años)
E. Rafael Briega Morales (23 años)
H. Francisco Castán Meseguer (25 años)
E. Luis Escalé Binefa (23 años)
E. José Figuero Beltrán (25 años)
E. Ramón Illa Salvía (22 años)
E. Luis Lladó Teixidor (24 años)
H. Flaviano Manuel Martínez Jarauta (23 años)
E. Luis Masferrer Vila (24 años)
E. Miguel Masip González (23 años)
E. Faustino Pérez García (25 años)
E. Sebastián Riera Coromina (22 años)
E. Eduardo Ripoll Diego (24 años)
E. José Ros Florensa (21 años)
E. Francisco Roura Farró (23 años)
E. Alfonso Sorribes Teixidor (23 años)
E. Agustín Viela Ezcurdia (22 años)
-Día 18 de agosto
E. José Falgarona Vilanova (24 años)
E. Atanasio Viadaurreta Labra (25 años)
A todos ellos, con recuerdo, respeto y veneración.
Del original "Esta vida" de Monseñor Gaume (con humildad: preparación, edición y actualización, Bianamaran), y "Un seminario mártir" (Gabriel Campos Villegas, Publicaciones Claretianas).
- Anteriores: Estar en el mundo para comer arroz.
ResponderEliminarSer Cristiano no es un camino fácil, siempre hemos sido perseguidos, desde sus inicios, siempre me impresiono la FE de los primeros mártires cristianos ante la muerte, en el circo romano.
https://www.youtube.com/watch?v=ocp4-k584nw
Ahora que suenan guerras y rumores de guerra, solo espero volar con la iglesia cuando llegue el día del arrebatamiento, antes de la tribulación que vendrá pronto, los que se queden aquí van a padecer lo indecible ya que la maldad se multiplicará como nunca antes se ha visto en el mundo.
Estoy orgulloso de ser Cristiano, por la gracia del SEÑOR, pase lo que pase hay que tomar siempre el ejemplo de todos los mártires que jamás dejaron de creer en Cristo, jamás hay que perder la FE.
PD: Me ha gustado mucho este Post Bianamaran, aunque solo me voy a quedar con lo bueno...:)
Gracias Apolino. Si no es posible en esta vida, espero poder darte un abrazo en el Cielo querido amigo :)
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQue así sea Bianamaran, en el cielo nos reuniremos los que somos de CRISTO y todos nos reconoceremos y daremos bendiciones, alabanzas y gloria a DIOS por estar eternamente junto al SEÑOR, podremos reunirnos también con todos nuestros seres queridos con su nuevo cuerpo en su gloria celestial, una bendición inmerecida que nos regala DIOS, a pesar de ser todos reincidentes en el pecado, pero por gracia todos los que creen en CRISTO serán salvos y podrán reunirse con sus seres queridos y formar parte de la Nueva Tierra por la Eternidad……. Y sin Satanás y sus legiones de perdición… Toda una bendición.
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