Dicen que la cabra siempre tira al monte, y en mi caso tiraba más bien a los suburbios de la ciudad. Mientras los niños de mi edad empezaban a experimentar con los video-juegos y los primeros años del Spectrum o del Commodore, yo soñaba con algo muy distinto: ser detective y trabajar de incógnito, resolver grandes y complicados casos.
En aquella época había dos grandes entretenimientos para los niños que tuviesen esas dos inquietudes: el juego de mesa Cluedo, y Detectinova, de Mediterráneo.
El Cluedo - que le encantaba a mi hermana, por cierto - lo conservé hasta hace poco, pero el Detectinova lo tengo todavía. Supongo que es el último resquicio que me queda de todo aquello.
El Detectinova no era gran cosa, a decir verdad, y lo único interesante que incluía era un microscopio portátil (o "micropocket", un Light Scope de 30 aumentos fabricado en Hong-Kong, que realmente funcionaba..., aunque con muchas limitaciones), y poco más - bueno, un disco para encriptar, que no dejaba de tener su encanto-; incorporaba una lupa de pésima calidad, que luego sustituiría por una lupa de auténtico cristal que aún conservo - la uso principalmente con relojes - y que adquirí en un blister en los antiguos almacenes de Simago (como el Detectinova, curiosamente).
Quizá por ello, porque esto de las investigaciones detectivescas me venga de muy atrás, me siga emocionando adentrarme en ese mundillo a través de la literatura. Y aunque llevaba años sin abordar ese tema, el volver a leer libros como el de "A Contrarreloj" de J. G. Chamorro ha hecho, en cierta forma, avivar ese motivación en mí.
Primero lo hice con "Para servir y proteger", un detective de la policía de Nueva York de ese tipo de policías de extremos que tanto me agrada explorar. Y ahora ha visto la luz recientemente "Un detective en Internet", en este título nos encontramos con Renard, un detective de bajos fondos mucho más clásico pero también enormemente interesante.
Como extra, y para aprovechar la ocasión de su lanzamiento, he decidido incluir aquí un capítulo inédito de "Un detective en Internet". Si os gusta y os agrada, tenéis la oportunidad de conseguir el volumen completo en Amazon. Deseo sinceramente que os agrade su lectura.
No era la primera vez. No era la segunda. No era la tercera. Ya ni las contaba. No sabía cuántas veces llegaba al mismo punto, la misma curva del viaducto, y me quedaba allí, al borde, mirando hacia abajo, a la aterradora altitud que me separaba del suelo. Y todas las veces lloraba, y como un cobarde regresaba. ¿Por qué? Por una razón: porque sonaba la alarma de mi DW-5900, que me indicaba que era la hora de salida de Tiziana. Solo ver a Tiziana cada día me mantenía con vida. Durante los quince días del mes que estaba sin un céntimo, que agotaba el dinero de la pensión, los frailes del monasterio en donde estaba el reverendo Guillermo me dejaban dormir en su cobertizo. No era mucho, pero al menos podía comer y asearme. Pero los medicamentos para el dolor, la falta de ejercicio físico, y el tiempo que pasaba en la silla de ruedas habían producido en mí una imagen de persona muy poco grata a la vista, muy poco favorecedora. Menos mal que los religiosos tuvieron compasión de mi estado. Durante esos quince días no iba al viaducto, de hecho no salía de las dependencias del monasterio, porque quedaba bastante lejos. Sólo cuando volvía a cobrar el subsidio podía tener dinero de nuevo para pagar el billete del autobús y regresar a la ciudad. A ver a Tiziana otra vez. Y ese día era especial. Incluso me peinaba (más o menos). Y era especial porque, tras quince días sin verla, no deseaba otra cosa que volver a tenerla ante mí. Aunque fuese de lejos, aunque fuese ocultándome. Y cuando dejaba de verla me torturaba el pensamiento de estar sin ella, de que todo lo había tirado por la borda, ¡si pudiera regresar atrás! ¡Si pudiera volver al pasado, no cometería los errores que había cometido! ¡Jamás la habría dejado, ni mucho menos hacerla enfadar! ¡Le habría respondido a cada mensaje, a cada llamada, aunque tuviese que hacerlo cada diez minutos! ¡Oh, qué estúpido había sido! Y lloraba, y lloraba, y lloraba en aquel rincón del parque, sentado en la silla, sin poder mirar ni mi sombra, avergonzándome de mí mismo, y de la horrible persona en la que me había convertido, en todos los sentidos. Allí estaba yo, como cada mañana, viendo desde el parque, oculto por los árboles y la lejanía, cómo Tiziana llegaba a trabajar. Allí me encontraba, cuando alguien comenzó a mover mi silla de ruedas. Giré el cuello. Era Olga. ¡Olga! - ¡Buenos días! - Me saludó, sonriente. Olga, mi ángel, la única persona con la que siempre pude contar. La única que incondicionalmente me ayudaba. La única con un buen corazón. - ¿¡Qué haces!? - Le pregunté, al ver que empujaba mi silla de ruedas. - Ya lo verás. Me llevó hasta el coche, un BMW Serie 2 coupé que solía usar a diario, y que alternaba con el BMW i8, aunque éste lo usaba más esporádicamente. Me colocó en el lateral, a la altura de su parte delantera. Allí tenía un impacto bastante importante. La aleta de la carrocería estaba notablemente arrugada hacia el interior. - El otro día, en una rotonda, me dieron de lado - comenzó a explicarme - y el otro coche se fugó. Quiero que me busques al conductor. Me eché a reír. Eso sí era gracioso: - ¡Ese es un trabajo para un detective de pacotilla! Cualquiera aprendiz lo haría. - Pues perfecto para ti. - Dijo, reafirmándose -. Empieza por lo fácil. - No tengo que empezar por nada. Me alegro de verte, eso es todo. Que tengas buen día, cielo. - Le dije, y coloqué mis manos en los aros impulsadores de las ruedas para irme, pero ella continuó: - No te he dicho qué voy a darte a cambio. Me detuve: - ¿Otros trescientos euros, como "papá Estado"? - Mil. - Gracias por tu caridad. - Hice ademán de largarme de nuevo. - ..., y la dirección de la nueva casa de Tiziana. Eso me volvió a hacer detener. Musité: - No te esfuerces, Olga. Eso puedo saberlo yo simplemente preguntándole. - Pero entonces no podrías darle una sorpresa... - Miré a la fiscal, y me sonrió, con mirada pícara. - ¿Qué dices? Suspiré: - ¡Vale, de acuerdo! Cuando salgas por la tarde te daré aquí los datos del tipo ese. - ¡Perfecto! - Exclamó, yéndose hacia la entrada principal del Palacio de Justicia. Y tan fácil me iba a ser aquello, que lo tendría en diez minutos. Llamé a Termita. Cuando me lo cogió, su voz sonaba somnolienta. Probablemente se habría pasado toda la noche con el ordenador, y acabaría de acostarse: - ¿¡Renard!? - Exclamó, visiblemente desconcertada -. ¡Uhau, colega! ¡Cuantísimo tiempo! ¿Pero dónde te habías metido? - Gastando mi fortuna - dije en tono gracioso -. ¿Me puedes hacer un favor? - ¡Claro! - Respondió de inmediato. - ¿Puedes averiguarme el nombre y la dirección de un tipo, entrando en las cámaras de control de tráfico? Noté que respiraba entrecortadamente, seguro que se estaba levantando de la cama: - ¡Para, para, para! ¡Ya no hago esas cosas! - ¿¡Cómo!? - Me quedé helado. - ¡Ha pasado más de un año! ¡Entré en la facultad de magisterio! - ¿Vas a ser profesora? - ¡Sí! - ¿Dejaste la informática? - ¡Aquello era de niños! Además, ya no mola nada, ya no es divertido. Ahora está lleno de espías, la darkweb es un asco. Antes una podía pasar un buen rato haciendo cosas estupendas, pero ahora solo hay pedófilos, criminales, y agentes del gobierno buscando quién sabe qué. Todo se ha desvirtuado, Renard. Esos tiempos han pasado para mí. ¿Pero no decía que había pasado un año? ¡Ni que fueran siglos! ¿Es que ahora se creía una mujer madura o qué? Supuse que la universidad le había exigido sentar la cabeza. O sus padres; o su novio... A saber. - Ah, vale... No tenía ni idea. Perdona. - No pasa nada. Me alegro saber de ti. A ver si un día podemos quedar... - Comenzó a decir. Colgué. Sí, "un día". "Un día". Esperé a Olga en el parking, cerca de su coche, y cuando la vi aparecer me acerqué. Me sonrió. - ¿Qué tal el día? - Le pregunté como saludo. - ¡Bien! - Y añadió, tratándome como si fuera un niñato o un pelele. Estaba en silla de ruedas, pero no me había vuelto tonto. - ¿Y a ti? ¿Qué tal te ha ido el encargo? ¿Lo averiguaste? Le extendí un papel doblado. Lo cogió con interés, diciéndome al hacerlo: - ¡Sabía que no me fallarías! ¿Ves? Aún eres... - Lo desdobló -. ¿Qué broma es esta? - Me preguntó, incrédula, al ver que el papel estaba en blanco. - Lo siento. Supongo que ya no soy lo que era. Tendrás que acudir a uno que sí mantenga intactas sus habilidades. Le di la vuelta a la silla de ruedas, y me dispuse a irme. - ¡Espera! - Me dijo. Y dejó un papel sobre mi regazo -. Tómalo como un regalo, entonces. Entró en su coche y se fue. Con mi mano temblorosa cogí el papel. La dirección de Tiziana. El Serie 7 llegó frente al porche de la vivienda, Tiziana subió el pequeño tramo de escaleras hacia su casa, y antes de que introdujera la llave en la cerradura, me acerqué: - ¡Bonita casa! - Exclamé desde la acera. Se giró. No dijo nada. - Estás muy guapa... - La halagué. Y era verdad. - Gracias. - Musitó. - Y con escaleras. Perfecto para que nadie pueda acceder con silla de ruedas. - Observé. Ella dio un paso, y se sentó en la última escalera, cuidando de mantener juntas sus preciosas piernas y ceñirse la falda negra entallada que vestía. Puse el freno a la silla de ruedas, traté de levantarme, ella hizo ademán de ir a ayudarme, pero la detuve: - ¡No! - Y añadí -. Por favor... Ya puedo yo. Pesadamente, escalón por escalón y apoyado con fuerza en la barandilla de madera, ascendí a dos escalones de su posición. - ¿Qué fue de los rumanos? - Me miró, seria, indicando que no me entendía -. Los rumanos, los que te amenazaban... - ¡Ah! - Hizo una mueca de sonrisa -. Te amenazaban a ti, si mal no recuerdo... - ¡Cierto! - Recordé entonces -. Bueno, supongo que habrán pensado que poco más podrían hacerme... Era curioso, Tiziana, "la conversadora", apenas soltaba palabra. Solo me miraba. Me miraba sin acritud, por fortuna. - ¿Y ahora? ¿Tienes escolta, al final? - Quise saber. - La tuve. Un par de meses, pero el Ministerio no puede permitírselo. - Claro... Si no eres una jueza mediática, supongo que entonces eres prescindible. - Dije, lanzando una mirada hacia la calle. Allí estaba mi silla de ruedas, vacía, en medio de la acera. Un contraste con el lujoso Serie 7 de BMW de mi chica. Ex-chica. Lo que fuera. Finalmente pude apoyarme en la barandilla, y le pregunté: - ¿Necesitas una? - ¿Una escolta? - Sí. - ¿Por qué? ¿Corro peligro? Miré hacia los lados, luego al suelo: - No... Solo que... Conozco un viejo detective, está algo fuera de juego, pero seguro que daría su vida por ti... - Pero si no puedes tenerte en pie... - Musitó. No oculté mi jadeo. El subir la escalinata había sido un enorme esfuerzo: - Haría un intento. Por ti. Tiziana se puso en pie, caminó hacia mí, y me abrazó. Se echó a llorar: - ¡Necesito muchísimo a ese escolta! ¡Más que nunca! La abracé. Sentir su cuerpo, sus curvas de nuevo entre mis brazos... ¿Por qué había sido tan duro con ella? - Bueno, aún habría que acordar los honorarios... - Musité. - ¡Le pagaré lo que me pida! - Exclamó. - Es muy caro... - Insistí. - ¡No importa! - Y me miró -. ¿Cuánto quiere? - Tu perdón. Eso la hizo llorar. Se abalanzó a mi boca. Nos besamos: - ¡Dile que lo tiene! ¡Dile que lo tiene! ¡Oh, cielos, Renard! ¡Amor mío! Oh, cielos, Tiziana... Por qué te hice sufrir tanto, siendo la persona más maravillosa del planeta... Por qué te valoré tan poco. Prefería cortarme las venas, antes que repetir ese error. Era curioso, qué irónica es la vida: antes, que no quería ser su chofer, ahora era lo que más deseaba. Quizá yo no fuera el mejor detective. Quizá yo no fuese tan sagaz, perspicaz e intuitivo como lo eran otros. Pero era SU detective. Y con eso me bastaba. - Ven. - Me dijo -. Tengo algo que enseñarte. Llevo tiempo queriendo que lo vieses. Caminé con dificultad, apoyado en la barandilla del porche con una mano, con el otro brazo apoyado en ella, y Tiziana sujetándome. Cada paso era una batalla, y cada batalla una victoria. Llegamos al final del porche, al otro extremo de la casa. Tres escalones más, ¡oh, por favor! Los bajamos. Allí había la puerta de un garaje, y Tiziana la abrió con un mando a distancia. A medida que la vi abriéndose, plegándose hacia arriba, mis ojos se humedecían. A un lado estaba el Opel Ascona B. Al otro, el Corsa A del accidente, con el frontal destrozado, con el chasis plegado como un acordeón. - Creía que te habías desecho de él... - No podía... O sea... Pensé que tal vez... No sé... - Me trae malos recuerdos. - Admití. - Lo entiendo... - Y añadió, en un susurro -: Lo siento. Puse mi mano frente a ella: - ¡No! Tranquila. No pasa nada. Me acerqué, apoyado en su hombro, hasta el Ascona. - ¿Lo fuiste a buscar? - Alberto me lo trajo. Lo reparó... - ¿En serio? - Afirmó con la cabeza -. Entonces te debo la reparación... Sonrió. Me acerqué a la puerta del conductor: - ¿Puedo entrar? - ¡Claro! ¿Quieres arrancarlo? - Dijo, cogiendo las llaves que estaban colgadas de un panel sobre la pared, y acercándomelas. Me senté. La espalda me torturaba. Giré la llave. El sonido de su motor me hizo sonreír. - Vamos sube, sube. - Le dije, desde dentro. - ¿Ahora? - ¡Sube! - Insistí. Ella se sentó a mi lado. Le cogí la mano: - Ponte el cinturón. - La besé -. Como en los viejos tiempos. Paseando a mi chica por el barrio. Se echó a reír. Metí primera, miré a un lado, al otro, y salí a la carretera. Bajé la ventanilla a tope. - ¡Cielos! No recordaba esta sensación... - Confesé. Conducía despacio, había perdido práctica, pero daba lo mismo. - ¿Vendiste el loft, entonces? - Pregunté. Tiziana se pasó una mano por la melena. Aproveché para acariciársela sutilmente. - ¡No! ¡Aún lo tengo! - ¿Y el local? No dijo nada. A fin de cuentas, había sido aquel local el que nos había llegado a separar tanto. Insistí: - Cariño... Se pasó una mano por el cuello, luego se tocó una ceja, antes de responder: - Sí... Pagué la fianza y lo dejé. Pensé que ya no lo querrías... - No lo quiero. Me miró, con sus ojazos luminosos: - ¿No? - ¡No! Te quiero a ti. Me sonrió dulcemente, la sonrisa más estupenda y que más había ansiado ver en mi vida. Conduje hacia las afueras, allí había una explanada con unas preciosas vistas a la ciudad, en donde por las noches muchas parejas aprovechaban para subir en coche y hacer el amor. Aún era temprano y no había nadie, aunque el sol comenzaba a ponerse en el horizonte. Le pedí a Tiziana que se sentara en mi regazo. - ¿Qué? - No se lo creía. - ¡Ven, siéntate! - Insistí. - ¿Seguro? - ¡Vamos, nena! Se sentó y la abracé. Ella me besuqueó el cuello: - ¿Dónde vives? - Quiso saber. - Los monjes... Me dejan un sitio... Jugueteaba con un botón de mi gabardina al decirme: - Quédate conmigo... La abracé con fuerza: - ¿Me dejas estar en tu casa? - ¡Claro! Seguimos siendo un matrimonio. Sigues siendo mi marido. Mi amor. - Me respondió, corroborando sus palabras y enfatizándolas con besitos. - ¿Tienes los papeles del divorcio? ¿Los firmaste? - No. No los firmé. La besé: - ¡Oh, mi vida! ¡Tiziana, cariño! Su melena me cubría la cara por completo, y esa sensación de cosquilleo era lo más fascinante que había sentido en toda mi vida. - ¡Te echaba mucho de menos, Renard! No sabes cuánto deseaba sentir tus caricias... - He sido un estúpido... - No digas eso... - Te tenía, lo tenía todo, y lo tiré por la borda. - Aún me tienes..., ¡aún me tienes! No me has perdido... La besé. Nos besamos con fuerza y apasionadamente, y luego regresó a su asiento. Volví a poner el auto en marcha, e hice un gesto de dolor mientras viraba para volver a la carretera. Mi esposa se preocupó: - ¿Estás bien? - A veces me dan pinchazos en la espalda, ¡no pasa nada! ¡Estoy bien, tranquila! No iba a volver a perderla. Por nada del mundo. Me esforzaría al máximo por ella. No dejaba de repetírmelo, e imponérmelo una y otra vez con insistencia. Quería que se quedase bien grabado en mi estúpida cabeza que, pasase lo que pasase, no me alejaría de Tiziana ni un ápice. Olga tenía razón, y no es que no fuese a encontrar a otra como ella, como decía, ¡es que NO había otra como ella! FIN |
| Redacción: Bia-namaran.blogspot.com
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