8.1.17

Nunca abandones. Capítulos 9 y 10




Un relato de Bia Namaran.


Me senté en el sillón de piel tras el volante del lujoso Opel que el anónimo dueño de nuestro chalet tenía en la casa, y lloré. No sabía por qué, a veces sentía ese tipo de pesadumbre que me hacía caer mis ánimos al suelo. Había cambiado de vida, ya no era aquella prostituta ni la "sidosa" encarcelada, en esas situaciones sí tenía buenas razones para llorar. Y sí que derramé lágrimas. Pero ahora parecían que las cosas comenzaban a funcionar, me sentía feliz por la paz de la que ahora disfrutaba. Se debía ser alguien muy fuerte para hacer lo que nosotros habíamos hecho.

No quería que Kená me viera así, ¡con lo impasible que él era! Si pudiera remover sus sentimientos, atraerlo de la misma forma que él me atraía a mí...




Capítulo 9
- ¿Vas a alguna parte? -El budoka apareció ante ella, posando su zapatilla sobre el lustroso capó del vehículo. Saphir se quedó sobresaltada, pero ya comenzaba a acostumbrarse a las apariciones repentinas de su amigo. Intentó disimular las lágrimas de sus ojos con una forzada sonrisa:
- No... No tengo llave.
Kená rodeó el coche, abrió la portezuela de al lado y sentóse junto a ella:
- ¿Qué te ocurre?
La joven esquivó su presencia, yéndose hacia las escaleras, y sentándose allí. El "mudo" la siguió con adagio y lentitud...
- No lo sé... Es algo tonto.
Sentóse a su lado, y ella lo miró apartando el cabello de su cara. Llegando al cénit de su paciencia, derrumbó su cabeza en su plexo solar. Entonces el joven la abrazó:
- Muy bien, muy bien, tranquila. -Repitió con calma.



ERAN LAS TRES DE LA TARDE cuando el padre Eduardo abrió la puerta de su sacristía, en su parroquia. Acababa de regresar de visitar a una enferma en el hospital, que había ingresado raquítica y con una paliza de su marido.

Una ligera brisa de aire acompañó al movimiento giratorio de las bisagras, pero el sacerdote se quedó bajo el quicio. Unas grandes pintadas llenaban el recinto, y en el gran cristal de la entrada podía leerse en letras de pintura roja: "¡Cura, vete!". Las amenazas y los insultos se sucedían impresos en el mismo color. Repuesto del susto y de la primera impresión, el padre Eduardo cogió un trapo y una cuchilla y con paciencia se dispuso a retirar las letras del espejo.


EN LA SALA DE ESPERA NO HABÍA mucha gente; algunas señoras hablaban animadamente entre ellas, contándose sus cotilleos, mientras hombres bastante mayores ojeaban con el ceño fruncido la última edición del diario local. Saphir continuó caminando, adentrándose en un pasillo en penumbra para entrar a otra sala de espera, esta mucho más pequeña que la anterior, y también menos concurrida. Era la primera vez que acudía al médico después de salir de prisión, y sentíase algo nerviosa en un ambiente ya olvidado para ella. Saludó con un seco "hola", y sentóse al lado de una chica morena y de corto cabello, muy encaracolado, con fina barbilla, y que jugaba con la correa de su atezado bolso.
Saphir suspiró, mirando de frente hacia la ventana y después de soslayo hacia dos hombres y tres mujeres que, junto con ella misma y la que estaba a su lado, esperaban consulta.
La joven morena miró hacia ella y, reconociendo su nerviosismo, preguntó:
- ¿La primera vez?
- Aquí sí. -Respondió, mientras giraba la cabeza, removiendo con ello sus cabellos claros.
- Eso significa malas noticias, ¿no?
- Sí, ¿y tú?
- También, hace cuatro meses que me diagnosticaron el virus, desde entonces me siento como una vieja esperando la muerte.
- Sé cómo te sientes. -Opinó delicadamente la recién llegada-. Cuando estás pasándotelo bien, en algún concierto, o disfrutando de lo que haces..., y de pronto lo recuerdas y el mundo se te viene encima.
La de pelo corto la miró, con voz temblorosa la dijo:
- Y la gente. Muchos me dicen: "vamos, mujer, saldrás adelante", y tengo ganas de responderles que pasen lo que yo paso, que vivan lo que he vivido y después opinen.
- Pero éso...
- Lo sé, quizá solo intentan animarme, pero no lo logran... ¿Sabes? La única vez que puedo hablar libremente, sin tapujos y sin que me traten como a una condenada, es aquí, en esta sala. Aquí todos llevamos la misma carga, todos hablamos sin discriminación.
Sí, era cierto, la rubia lo sabía muy bien.
- Pero si hace poco que tienes SIDA -razonó Saphir-, es normal que aún estés tan abatida.
- Yo no soy una marginada -dijo la joven morena, siguiendo con su relato aunque su interlocutora no le había pedido ninguna explicación-, no pertenezco a los grupos de riesgo ni nada de eso. Era una persona normal que trabajaba cuanto podía hasta...
En este punto se paró, los recuerdos, frescos en su memoria, aún le resultaban atrozmente dolorosos. Pero continuó, mirando directamente hacia Saphir:
- Hasta que una noche me encontré en el ascensor con un hombre, no lo conocía del edificio, pero no le di importancia. Cuando el ascensor comenzó a elevarse, sacó de debajo de su americana un cuchillo... Lo recuerdo como si fuera ayer... -En este punto la chica parecía que se perdía en sus divagaciones, pero continuó con su dramática historia-. Me amenazó, me llevó a mi propia casa-. La joven rompió a llorar, refugiando en su manos el rostro-, y allí me violó.



EL MAKIRAWA SE ARRANCÓ DE CUAJO y fue "a clavarse" en la pared, dejando en ella la huella del impacto. El joven budoka inerme lo cogió del suelo, lo lanzó al aire, y con dos patadas terminó de romper el invento. El sudor le caía como una cascada, calando la sudadera. Se quedó durante breves instantes quieto, ante los grandes espejos que cubrían toda una pared al fondo, y realizó un kata respiratorio. Después se duchó, buscó en el armario unos pantalones, se vistió y salió. Había pasando tanto tiempo sin un arma que sentía sus muñecas faltas de flexibilidad, además, quería comprobar de nuevo la velocidad de un bastón en sus manos. Así que se dirigió hacia una tienda bien iluminada, con grandes escaparates, y en donde se vendían "todo tipo de armas orientales" (o eso al menos decía el letrero). Entró y pudo observar estanterías repletas de libros, accesorios para todo tipo de aficiones, y ropa deportiva. A los ojos de Kená todo le parecía muy caro -aún a pesar de que todo era, también, de marcas conocidas y de renombre-, pero lo que él buscaba no resultaría demasiado costoso. Ante el mostrador el dueño mostraba ciclocomputadores a una pareja de mediana edad, dos chicas veían patines de ruedas paralelas, y tres jóvenes vestidos al más puro estilo heavy esperaban observando hacia la calle.
Un joven y trajeado dependiente se acercó:
- ¿Deseaba usted algo, señor?
- ¡Oh, sí! - Lo miró el budoka, casi olvidándose de que, muy a pesar suyo, esta vez, de nuevo, tendría que hablar-. Un chai mee gumn. -Dijo secamente.
El dependiente repitió desconcertado las palabras en voz baja:
- Espere...- Habló al fin.
Se fue a la trastienda, y Kená desde su distancia pudo ver cómo consultaba con un viejo oriental de barba blanca. Mientras, los tres heavys llevaban las manos a sus bolsillos, uno decía:
- ¡Venga, ahora o nunca, tíos!
- Espera, espera. -Pidió otro con melena y un pañuelo a cuadros rojos y negros sobre su cabeza, a la vez que palpaba en su bolsillo la empuñadura de una navaja automática- cuando el del mostrados abra la caja y veamos cuanto tiene, no vamos a arriesgarnos por nada.
- No. - Codeó el tercero al anterior-, cuando ese "madero" termine de hincarle la multa al tipo del coche, idiotas, que no os enteráis. Desde estos cristales se ve todo.
- Ok. - Admitió el primero-, esperemos un poco más.
Esta vez no fue el dependiente, sino el oriental quien se acercó a Kená con una sonrisa y el arma cogida por su punto intermedio:
- ¿Es esto?
El budoka asintió con la cabeza.
- No nos suelen pedir estas cosas. Tiene un equilibrio perfecto, puedes probarla... -Kená ya había comenzado con unos giros rasgando el aire, por eso el viejo apenas continuó- ...si quieres.
El heavy de melena y con pañuelo tocó con el anverso de su mano el estómago de uno de sus compañeros, para captar su atención:
- ¡Eh, eh... mirad eso! -Dijo en voz baja, con los ojos puestos en Kená.
- ¡Larguémonos de aquí, chicos! -Ordenó el advertido.
Salieron disimuladamente como si no hubieran encontrado lo que andaban buscando.
Dos giros sobre su eje y el arma concluyó su desplazamiento bajo la axila derecha de Kená, ya controlada. Éste miró hacia el mostrador, y se sorprendió al comprobar que todos tenían los ojos puestos en él, se preguntó si esperaban una exhibición gratuita.



- YA TENEMOS AQUÍ SU HISTORIAL MÉDICO, y el resultado de los análisis. ¿Se encuentra bien ahora?
Preguntó a Saphir el doctor cincuentón, con gafas, pelo rubio canoso e infinidad de arrugas en un rostro que parecía amable. O por sus gestos y timbre de voz, así lo aparentaba.
- Sí.
- No es mi deseo asustarla, en realidad pertenece usted a ese cinco por ciento que, según las estadísticas, no desarrolla la enfermedad.
- ¿Eso debería alegrarme, doctor?
- Bueno, en su caso... Muchas personas tienen que estar atadas a una cama con medicación, al temor de que, a la vuelta de la esquina, una enfermedad especialmente virulenta acabe con ellos. O un simple resfriado.
La chica le miró monótonamente, estaba acostumbrada a esas batas blancas y a esos gestos de superioridad, tan habituales en la profesión médica, que casi se asustó cuando el médico se elevó de su silla y, cariñosamente, se sentó en una esquina de la abarrotada mesa, al lado de ella:
- Usted es joven, aún puede casarse. ¿Desea tener hijos?
- Sé muy bien que tengo un 75% de posibilidades de que mis hijos sean sanos...
- En realidad eso significa -dijo el de las gafas, volviéndose a sentar- que debe sopesar bien los pros y los contras de ser madre. Debe aprender a vivir con ello, Saphir. Por el momento, no hay otra solución. No caiga en la bajeza de sentirse una inmundicia social, como en la edad media los leprosos. Su condición de persona, su condición de mujer, deben mantenerse inalterables y, por lo que más quiera, trate de ser feliz. Con sus pequeñas y grandes cosas, con sus frustraciones y temores... Recuerde que estamos aquí para ayudarla, todo lo que esté en mi mano, no dude en decírmelo. A la vida hay que echarle valor, serenidad, y con una sonrisa seguir adelante. ¿De acuerdo?
- Sí. Gracias doctor León.




SALÍ DE LA CONSULTA CON UNA EXTRAÑA PAZ EN MI INTERIOR. La más terrible noticia que se pueda dar a una persona es precisamente de esta índole, tan terminales y violentas. El anuncio del SIDA en mi sangre me destrozó tanto que en un ataque de furia me llevó a la cárcel. Ahora había pasado el tiempo y, ya sin rabia, lo admitía como un fatal incidente en mi existencia. Pero, ¿cómo tomaría ese "incidente" Kená? No puedo ocultar lo mucho que me importaba ese chico, y no quería prescindir de él lo más mínimo, pero estaba dispuesta llegada la situación a cortar con él, aunque se me desgarrase el alma, "por lo sano", porque seguir al lado de alguien que te odia o al que le mereces asco es una burla a la propia amistad que se convierte en repecho con riñas y discusiones.
No, ojalá no se enterase nunca... No, al contrario, precisamente porque le quería, tenía que decírselo lo más pronto posible.


Capítulo 10

Eran cuatro hombres algo maduros para sus correas y cadenas que llevaban recogidas en los bolsos de sus chaquetas, excepto uno, Max, que vestía gabardina.
Max era de rostro anguloso, con facciones cuadradas y pequeños ojillos negros...
- Te lo hemos advertido, parece que tus oídos no responden a su función. ¿Para qué los quieres, entonces?
Max cogió la oreja del padre Eduardo, enseñando sus dientes. Habían encontrado al cura en un oscuro callejón donde, en edificios colindantes abandonados, dormían sus borracheras y sus desventuras toxicómanos y gente de la calle. Era algo consuetudinario para Max el propinar una paliza a alguien, pero Eduardo no estaba tan habituado a reyertas. Sí a sufrimientos y amarguras, no a peleas.
Un tipo delgaducho se acercó removiendo su cadena:
- Este tío se merece una buena lección.
El sacerdote no habló. Se unieron a su campo visual los otros dos, y de pronto sucedió lo esperado: entre ellos golpearon el cuerpo inerme hasta que su compostura se fue apagando como un pabilo encendido que se extingue en su propia combustión. El último puñetazo al rostro hizo que de la boca del agredido saliera un hilillo de sangre, y se fueron con largos pasos, dejando un cuerpo masacrado con las huellas de su presencia sentado en la acera, apoyada su espalda en un edificio de ladrillo y sucio hormigón, acompañando mudo los ahogados lamentos.



SAPHIR Y KENÁ ESTABAN TOMANDO UN REFRESCO en un banco frente a un bar que, ya oscureciendo, se estaba comenzando a llenar de gente. La joven había elegido ese sitio -concurrido, lejos de "su" casa y todo lo que les unía, y cerca de la calle, de la relativa libertad- para darle la noticia de su enfermedad, como si para él fuera algo aciago. Por ello, al llegar al chalet y encontrarlo realizando -al modo de ver de la joven- lentísimas katas y con un chai mee gumn en sus manos, le había convencido para que la acompañara a dar una vuelta. Las luces de las calles comenzaban a encenderse, los camareros iban y venían con prisas para atender sus pedidos, lo mismo que la multitud en la calle con sus bolsas de centros comerciales anunciando rebajas.
La rubia se mostraba aflictiva; Kená, con su gesto pusilánima de siempre, masticaba chicle. Fue entonces cuando Tati apareció:
- ¡Al padre Eduardo le han propinado una paliza de muerte! -Balbuceó entre pávidos lamentos. Saphir la miró con gesto de alarma, a la vez que se levantaba del banco.
- ¿Dónde está? -Preguntó, cogiendo el bolso y su chaquetilla con aplicación de perlas, a juego con su pantalón de pitillo y su jersey, éste de punto de tricot.
- En la cocina de las monjas- concluyó su intervención, yéndose, seguramente para "dar el agua" a otros.
Kená acompañó el paso rápido de su amiga:
- ¿Quién es el padre Eduardo?
- Un sacerdote.
- Imagino.
- ...que ayuda cuanto puede. Me visitaba algunas veces en la cárcel. -Dijo ella-. Era la única visita que tenía.
Cuando llegaron ellos, Eduardo estaba en el comedor con los mendigos y vagabundos, también algunas prostitutas y feligreses. Pero no reposando, su "terquedad" le había llevado a servir comida, a pesar de los intentos de las monjas para que descansara.
Cuando Saphir lo vio, con vendajes y el rostro rasgado y amoratado por los golpes de cadena, casi rompió a llorar. El religioso, al verla, se abrazó a ella con cariño. Se sentaron los tres frente a una mesa:
- ¿Habéis cenado? -Fue la pregunta del cura a Kená, que no respondió; sí lo hizo en su lugar la chica:
- No aún, pero tú, ¿cómo estás aquí?
- No tiene importancia... ¡Hermana!, traiga dos platos aquí, haga el favor. -Pidió hacia una de las religiosos, y miró de nuevo a Saphir con gesto serio-. Hoy tengo que irme, mañana a las nueve, ¿podrás pasar por la parroquia? Allí hablaremos.
- Sí, puedo pasar. -Asintió la rubia-. Pero padre, no continua por la calle... Al menos esta noche.
- Tengo que llevarle medicinas a una familia... Eso y lo dejo por hoy.
Saphir sabía que, dijera lo que dijese, no le haría apartarse de lo que creía su cometido, hasta la última gota de sangre. Por ello solo le pidió:
- ¿Prometido?
- Prometido, jovencita. Que tengáis buenas noches.
Kená le sonrió y al poco estaban ante dos humeantes platos y el mismo número de vasos de refresco.
- La compañía de bebidas suele darles a las monjitas algunas mercancías...
- Se ve que has comido aquí más de una vez, ¿no? -Dijo el budoka.
- ¿Tú no? -Preguntó ella, pero el joven no respondió y miraba su vaso, ya vacío-. ¡Oh, claro, tú no comes!
- ¿Quién te lo ha dicho? -Sonrió él-. ¡Ni que fuera un extraterrestre!
¡Extraterrestre! Lo que ella pensaba, pero no tenía hambre, más sí estaba sediento:
- ¿Vas a beber más?
Saphir negó con su cabeza:
- Puedes coger mi refresco, no me apetece, en serio.
Pero antes de que Kená acercase el frío líquido a sus labios:
- ¡"Mudo"!, esa lumi tiene el SIDA, ¡va a contagiarte!
Los presentes miraron hacia quien había hablado, una vieja prostituta pintarrajeada y con voz ronca de tantos años de fumar, que con sus palabras legas había helado la sangre en las venas de Saphir. Hacia ella giraron casi sin pausa todas las cabezas, desde los más cercanos, hasta la gente en las mesas más alejadas.
El líquido se paró en los labios de Kená, pero casi al instante agotó el contenido del vaso, dejándolo de nuevo sobre la mesa. Miró a su amiga, por segunda vez en la noche, las lágrimas estaban a punto de brotarle. Giró la cabeza en un movimiento que hizo batirse al aire sus largos cabellos rubios, y dirigió su mirada hacia la prostituta que, de pie, aún los observaba en la distancia. Saphir, casi corriendo, salió del local. El budoka se levantó, lanzó una mirada a la vieja, y corrió tras su amiga.
La encontró junto a una esquina. Nunca la había visto fumar, pero extrañamente de su bolso extrajo una cajetilla de cigarrillos, cogió uno y se dispuso a prenderlo. Kená llegó a su lado, quitándoselo de entre sus labios:
- ¿Es eso cierto? -Preguntó sin inquirir y con precaución.
- Sí. Sí, Kená. -Ella miraba el cilindro de papel que bailaba entre los dedos de Kená-. Tengo los anticuerpos pero... Pero no he desarrollado la enfermedad.
Él la cogió por la cintura, acercándola a sí:
- ¿Y entonces por qué te preocupas? -La mirada azul respondió sin voz-. ¡Oh, venga, Saphir! ¿Me crees tan sonso? Sabes cómo es alguna gente de la calle, deberías de sobra conocerlos ya. Pero en lo que a mí respecta, ¡me importa un cuerno, nena! Tú para mí no tienes parangón con nadie. Eres única, y si crees que me importa lo que digan los demás...
Ahora fueron los labios del budoka quienes se acercaron, y se fundieron en los de ella. Vaya, lo que nadie había logrado hasta entonces...
Deshizo el abrazo y se apoyó en la pared, mirando el negro firmamento. Ella sonrió:
- Me das una alegría inmensa.
Sí, pero eso no era enamorarse. Sólo un beso subitáneo. Saphir sabía que tendría que esforzarse más, mucho más, para alcanzar el corazón del artista marcial.

Continuará...
| Redacción: © Bia Namaran

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