3.1.17

Nunca abandones


Bia Namaran.


Cuando las puertas se cerraron tras de mí y me encontré de bruces ante la calle, sentí la misma sensación que cuando me anunciaron mi enfermedad. Lo único que deseaba entonces era morir fuera de la cárcel... Pero no morí. Solamente me ratificaron que tenía los anticuerpos del SIDA, como si fuera una noticia normal y cotidiana para ellos, pero no para mí.

Las celdas, la prisión, los muros, las rejas, los funcionarios... Se habían quedado ahora atrás. Experimentaba en mi interior que la sociedad me debía algo, o que alguien se estaba atiborrando de mi parte del pastel en la vida, o me habían robado mi oportunidad. O que alguien había torcido mi camino sin yo poder hacer nada para impedírselo.




Pero una cosa tenía firme en mi mente: no me volverían a coger. Pasara lo que pasara. Y si aún latía vida en mi ser, tenía que vivirla. Si antes no me lo habían permitido, ahora de nuevo podía comenzar. ¿Quién puede decir que ha podido tener una segunda oportunidad?

Los "cuatro" centavos en mi bolsillo no me durarían mucho. Nadie querría dar alojamiento ni asistencia a alguien como yo. Menos aún con mis problemas de salud. Aún así, alguien en las altas esferas creía que con esas monedas yo podría vivir, ¿acaso viviría con eso el propio Presidente del Gobierno? ¡Claro que no! Y eso que él siempre estuvo libre. Cierto que yo no podría pagar con nada mi libertad. Nadie puede. Y con todo, la libertad es gratuita: libres nacemos, y son los mismos hombres quienes se empeñan luego en encerrarnos.

Bien, ya había pasado por eso. Bien, ya arrastraba la guadaña de la muerte a mi paso. Toda mi vida parecía destruida. Y aún me decía: "¡vamos, Saphir, vamos, adelante!", en un intento de autoconvencerme de que realmente lo malo, no era tan malo.

Cogí mi mochila, y comencé a caminar sin ni siquiera volver la vista hacia la penitenciaría.

Tenía decisión, y coraje no me faltaba, aunque a veces notase que las fuerzas me abandonasen. Decidí volver a pisar mi viejo barrio, que había sido también cuna de mi desgracia. Tal vez era un poco de melancolía, al fin y al cabo había pasado mucho tiempo y tenía curiosidad por ver cómo iba todo por allí. Mis penurias ya comenzarían más adelante. Ahora tenía que respirar un poco de libertad. Deseaba disfrutar del viento en mi rostro, de cada paso en las aceras, de cada gesto y cada voz en torno a mí...

Las viejas fachadas no habían cambiado mucho. A esa hora de la mañana, bastante fría, el ambiente no era muy bueno. Eran pocas las personas que transitaban, algunas prostitutas que regresaban de sus madrugadas, algunos chulos que vigilaban desde las esquinas para recoger su "mercancía". La misma miscelánea de personas y, también, la misma monotonía de calles grisáceas y oscuras.

A tu país y el mío. A la España real que no sale en los frenéticos y glamorosos anuncios y programas de la televisión.


Vio de lejos a Dunia, una lumi algo vieja para esas tareas -para la profesión-, que salía de un local vestida con una cortísima minifalda roja, bolso del mismo color, y una blusa amarillenta. Se acercó a ella.

- ¡Vaya! ¡Menuda sorpresa! ¿Has salido de la "trena"?
- Esta mañana. -Le dijo Saphir, como si le costase hacer emerger las palabras de su boca
- ¿Vuelves al "servicio"? - Le preguntó de nuevo Dunia, con una torcida sonrisa-. Las cosas no han cambiado mucho por aquí... Ya lo sabes: nunca cambian.
- No. Para mí eso ya se acabó.

Dunia no pudo evitar soltar una sonora carcajada, que la hizo agacharse notablemente:
- ¡Eso es lo que todas dicen, mujer! - Y puso su mano en el hombro de la recién llegada-. Ven a tomarte un café caliente, verás cómo poco a poco te vas haciendo a la idea, ¿eh?

La vieja prostituta elevó sus cejas sin dejar de sonreír, esperando con ansiedad una respuesta. Pero Saphir la cortó, firme:
- No. Ya te lo he dicho. Para mí la calle se acabó: noches de frío con negros panties, mirada de reclamo y de gatita furtiva, falsa sonrisa... Se acabó. Ya me conozco el juego, Dunia, gracias. Recojo los dados y me voy, esta vez soy yo quien decide. Nadie decide por mí.
- Chica, te noto muy cambiada. Se nota que has tenido tiempo de pensar en "el agujero", ¿no? Pues el trabajo sigue igual de mal como siempre, todo sigue igual que cuando te fuiste. Si quieres comer, volverás. Y créeme -dijo, mientras comenzaba a caminar, alejándose calle abajo- la competencia también está en este oficio, mañana tal vez no encuentres ni clientes.

Saphir dejó de mirar a su conocida, que se alejaba, y volvió a tomar la calle frente a ella. Suspiró, ¡sí, ya estaba en "el ambiente"! Ya había olido el sudor y la murria, la atonía de las calles y, sobre todo, de los que se alimentaban de ellas.

- Está "buena". Bueeeeee... na.
- "Buena, buena" -repitió el tipo, con algo de barba y gafas redondas, con cristales muy oscuros. ¿De dónde habían salido? Aparecieron como fantasmas ante Saphir. Sí, debía haberlo recordado: además de la tristeza de las calles, éstas eran peligrosas. Muy peligrosas. Y su peinada cabellera rubia, su ropa limpia, su femenino perfume. y su rostro sutilmente maquillado la delataban. Antes era parte del paisaje pero, así, no lo parecía. Antes aquellos chicos no se habrían acercado a ella (excepto, quizá, para solicitarle sus servicios), pero ahora buscaban bastante más.

De los tres, el que había hablado el primero -un chaval delgaducho y con signos visibles de ser toxicómano- sacó una navaja, y la abrió con movimientos circulares ante ella. La manejó con gran habilidad, moviéndola con su muñeca en torno al cuello de la joven.

- Yo me llamo -comenzó a decir, mientras otro, pequeño y casi sin pelo en su cabellera, se acercaba y, acariciando el hombro de Saphir, comenzaba a quitarle la mochila. - Dandy... ¿Sabes por qué tengo ese nombre?

Saphir miró al suelo con tristeza, ¡oh, no, acababa de llegar! ¿Por qué tenía que ser siempre todo tan difícil? ¿Tenía que castigarla la calle tan pronto? Pero, por otro lado..., ¿qué podía hacer ella? ¿Y era así cómo iba a tratar de salir de allí, olvidar la cárcel, correr aventuras y todo eso? Sí, la calle. La calle trataba de nuevo de atraparla, de retenerla, como un potente aspirador. Dandy puso su mano en la barbilla de ella, y la obligó a elevar su rostro:
- Cariño, mírame. - Dijo -. Me llaman Dandy porque soy el señor de aquí, ¿sabes? Soy el rey... Tu rey.
- ¿Qué ha sido de Boy?

El que se hacía llamar Dandy miró a sus dos amigos (uno se hallaba manoseando sin parar el largo y rizado cabello de Saphir, y el otro abría la mochila con un brillo de lujuria en sus ojos), y los tres a coro comenzaron a reírse. El que movía su mano en la cabellera de la chica, se acercó a su oído diciéndole:

- Él ya no está aquí. - Le susurró. Saphir cerró los ojos, inmovilizada por el terror-. Se encuentra de visita por "el otro barrio".
- Con un churriazo en el corazón. -Terminó la explicación Dandy. El que había hablado anteriormente, pequeñito y con cara de ratón, aprovechó la cercanía de ella para hacer resbalar su lengua por la oreja de Saphir. Ésta sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo y con un giro de cuello se apartó de él, yendo a mirar directamente sobre el que registraba su mochila, que comenzaba entonces a buscar quién sabe qué, mientras arrojaba la ropa en ella contenida por el suelo.

- ¡Vale ya, Dandy, déjala! -La voz surgió temblorosa, pero con mesura-. Ella no tiene por qué aguantarte ahora.

Saphir miró hacia allá. Era Vicky, una antigua compañera también.


Dandy, sin mediar palabra, se dirigió hacia ella y la golpeó una contundente bofetada. De la boca esculpida con carmín comenzó a brotar un hilillo de sangre. El hombre pequeño aplaudió y sonrió. El de la mochila continuaba hurgando en ella.

- Esta noche -dijo Dandy, refiriéndose a Saphir- me la traes. Si es lo que dices tengo gente que la pondrá "a tono". -Y dicho esto, comenzó a caminar, mientras Vicky aún seguía afirmando con su cabeza, sumisa. El de cara de ratón corrió hacia su "jefe" diciendo:
- ¿Esta noche? ¿Esta noche? Tío, ¿y por qué no ahora?
- Déjalas que hablen y se cuenten sus mongoladas. - Explicó con media voz Dandy el cual, sin mirar hacia el que registraba la mochila, le ordenó-: ¡Pol, vámonos! Deja eso ya.
- ¡Espera, espera! -Clamó éste, mientras revolvía con más insistencia en la mochila. Al fin, extrajo un sujetador de color marrón y, con él en la mano, se unió a los otros dos, ya lejos:
- ¡Lo encontré! De este no tenía. Los colecciono, ¿sabes?
- Sí, sí. - Aprobó Dandy, con voz apenas audible por la distancia-. Ya lo sé. Y también sé que estás enfermo.

Vicky llevó un blanco pañuelo hacia su boca y se agachó, para ayudar a Saphir, que estaba metiendo la ropa esparcida por el suelo en su mochila:
- ¿Pero qué clase de degenerados son esos?
- Siento que tu vuelta de la cárcel haya sido así... ¿Sabes? -Intentó disculpar en vano el comportamiento de aquellos sinvergüenzas-, pero deberías haber recapacitado antes de ponerte a caminar sola por aquí.
- Lo siento, Vicky -dijo, mientras se daban dos ósculos con simpatía- no he podido ni saludarte. Ahora has sido tú quien te has metido en un lío por mí...
- ¿Cómo? -Entendió al instante la mujer-. ¿No te vas a presentar esta noche?
- Lo dejo, ya se lo he dicho a Dunia. - Dijo, incorporándose las dos-. Para mí esto se ha terminado.
- ¡No! ¡No, no, no! ¡No puedes hacerme eso ahora! -Casi suplicaba Vicky-. ¡Tienes que ir, ¿me oyes?! Al menos solo esta vez, y luego márchate y no vuelvas si quieres. Sino sí que me pegarán a mí. -Y añadió, suplicante-. Por favor, Saphir... Por favor...

Su amiga casi lloraba, así que Saphir, odiando verla sufrir, se resignó a responder:
- De acuerdo, veré lo que hago.

Minutos más tarde, la dos paseaban, Saphir aún con su mochila a la espalda, por los barrios, esta vez lujosos y más relajados para la vista. Los chalets y los grandes automóviles, con mujeres que sí eran respetadas en su interior, las hacían alejarse y soñar, aunque solo fuera por unos breves instantes.

- Si yo poseyera una casa como ésta..., -fantaseaba Vicky, ante un lujoso y blanquísimo chalet de dos plantas con oscuro tejado- con un marido amable, que me quisiera... ¡Me quisiera! -Repitió, como para hacerlo realidad. Su amiga sonrió:
- ¿Quién es él?¿

Vicky siguió la mirada de Saphir hacia la lejanía: en la puerta de un banco un muchacho mendigaba con un fondo de una botella de plástico de Coca-Cola ante él.
- Es nuevo. Ha venido hace unos meses. Le llaman "el mudo".
- ¿Por qué?
- ¡Ja, ja, ja! ¿Por qué crees? - Preguntó Vicky a su vez.

De pronto, un grupo de chicos salieron correteando de un colegio cercano, con sus uniformes inmaculados y sus carteras y libros en brazos. Se fueron corriendo hacia "el mudo" y, golpeando de una patada el plástico del refresco, lo hicieron saltar por los aires. Las monedas volaron, cayendo al poco en el suelo con estridente repiqueteo, entre las risotadas de los chavales. "El mudo", impasible, sólo se movió para recoger los pocos céntimos que habían caído al alcance de sus brazos, continuando sentado. Después de algunos insultos, los chiquillos desaparecieron entre las lujosas y ajetreadas avenidas tan rápidamente como habían llegado, llevando con ellos el fondo de la Coca-Cola entre trompicones y puntapiés.

- Es tonto. - Dijo Saphir.
- Es idiota. - Sentenció, por su parte, Vicky-. Como diría un cliente mío, "nunca llegará a nada en la vida".
- ¿Y él qué es?
- ¿Quién?
- Tu "cliente"...
- Abogado.

Continuará...
| Redacción: © Bia Namaran

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